Autopsia de un extraterrestre

 

Al salir de la escuela, tenía dos alternativas para llegar a mi casa: una por la calle 360, cuyas primeras cuadras eran de tierra; y la otra sobre la Avenida 361, que daba a un monótono asfaltado gris con estrías negras de brea. Siempre optaba por salir por la segunda. Pero el estado asfáltico, no era el único motivo por el cual lo decidía, ya que el barro en las lluvias era moneda corriente en mi barrio y ya estaba acostumbrado. De hecho, si salía por ese lado, me daba la posibilidad de cortar camino y llegar más rápido a mi casa. La particularidad que hacía inclinar la balanza por sobre la avenida, era la gran variedad de sus veredas. Los caminos reservados para los peatones, eran embellecidos con diversas plantas y árboles por sus propietarios y, además, cada uno de ellos tenían su propio criterio para adornarlas: baldosas, piedras pulidas, lajas y adoquines; contrastando lo moderno con lo rústico de aquellas que solo eran hechas de hormigón y divididos por líneas con una regla, cuando todavía el cemento se encontraba fresco.

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Los chicos siempre pagan

En el jardín de la casa, adornaban la vista unos hermosos y coloridos rosales que generaban, sin lugar a dudas, la envidia del barrio entero. En contraste, también se encontraban unas tupidas y lúgubres rudas que, según mi papá, actuaban de protección para el hogar. Él no solo era supersticioso, sino que también cabulero como ninguno. En la pared de entrada, al lado de donde se colgaban las llaves, había montado un clavito sin cabeza, con el solo fin de acumular un piloncito de boletos. Pero ojo, no colgaba todos, sino aquellos cuya numeración fuera capicúa, es decir, que se podía leer de la misma forma de adelante para atrás y viceversa. El argumento de esta práctica es que traía buena suerte y, por lo general, cuando tenía la dicha de conseguir uno, le jugaba unos pesos a los últimos dos dígitos en la quiniela. Rara vez lo agarraba.

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Botines blancos

No hay mayor anhelo al crecer que intentar parecerse a esos personajes que sobresalen del resto: tener algo al menos… una pizca de su magia. Siempre fantaseamos cosas por el estilo. Algunos se dejan llevar por nobles protagonistas de historietas con sus extraños poderes. Otros románticos, por los héroes de las películas de acción; o bien, en el mejor de los casos, por algún laureado deportista de élite. Éste no es mi caso: a mí me gusta él, con sus virtudes y defectos.

Me cayó bien de entrada, cuando lo vi por primera vez parado en la mitad de la cancha. No tenía idea de quién era o de dónde lo habían sacado. Recuerdo que en su primera intervención del partido, la pelota se le embrolló entre los pies y se le escapó a lo largo para que un rival se hiciera de la misma. Sin embargo, le puso garra a la situación, corrió al contrincante, la peleó, se tiró a sus pies y recuperó la pelota. Fue desde aquél momento que mis ojos comenzaron a observarlo desde un punto de vista distinto: lo seguían donde fuera dentro del campo de juego seducidos por su asombrosa estampa.

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Gilda

Nunca supe de donde vino, pero un día llegó. Fue en aquella época cuando mi papá empezó a hacer changas en el taller de Pipo, allá por Dock Sud, y mi mamá había conseguido trabajo en la dirección de tránsito. No hubo una presentación formal: solo estaba siguiendo el rastro del aroma de las tostadas, que llegaba hasta mi habitación y provenía de la cocina. Vi a alguien al lado de la mesa, me refregué los ojos para mejorar el foco y la vi sentada. Cuando se percató de mí, no hizo falta que me analizara con su mirada, como ocurría habitualmente con los demás; solo se incorporó de la silla y dijo:

— Anda a lavarte la cara, que te preparo la leche…

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Pirulo

Ellos viven en una casilla muy precaria, justo en la esquina de mi casa, más precisamente sobre la avenida. Si en mi familia no estábamos en las mejores condiciones económicas, ellos se encontraban en una situación aún peor. Esto repercutía notablemente en su higiene: olían a rancio y vestían harapos que les excedían o ajustaban varios talles; recuerdo aquella vez que Miguelito, el más pequeño, tenía una pulga atrás de la oreja. Primero pensé que era una mancha de nacimiento, como un lunar o algo así, pero no era propio de una protuberancia escalar por la nuca de una persona. El Yugoslavo, el mayor, una vez me mostró su dedo índice envuelto en un diario encintado, afirmando que había agarrado un cable pelado que colgaba de una línea de alta tensión. Cuando se sacó el papel para corroborar su historia, llegué a ver hasta el blanco del hueso, rodeado de un cúmulo de pus que casi me hace vomitar del asco. No iban al colegio y era habitual verlos recorrer el barrio juntos, de casa en casa, pidiendo algo para comer.

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Mi primer partido

Era una escalera que, desde mi posición, parecía infinita tanto a lo alto, como a lo ancho. Estaba levantando del suelo algunos papeles y ya tenía un pilón importante en la mano. Caminé unos pasos más hacia la derecha para recoger otro que se estaba alejando por efecto del viento. Cuando me inclino, fue que recibí un fuerte patadón en el culo:

— ¿Estás robando?  —Era un policía que me interrogaba, el golpe fue tan fuerte que me hizo perder el equilibrio y caer ladeado en un peldaño. Como pude, acomodé mi cuerpo luego del impacto y pude hacer contacto visual, sin poder emitir palabra alguna, él volvió a la carga:

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Jugando a la bolita

El sol del mediodía me encontraba sentado en la vereda. Fue ahí cuando Jepe, el garrafero que vive al lado de mi casa, abrió el portón de la entrada. Estaba por hacer su recorrido por el barrio, ya que detrás de su bicicleta, llevaba un carrito enganchado con una carga de unas seis garrafas de diez kilogramos. Sabía a la perfección su recorrido, porque varias veces lo había acompañado montado sobre su carrito: arrancaba por la calle 140 hasta el fondo; luego daba la vuelta por la derecha y retomaba por la 142 hasta la avenida y, de ahí, seguía por la misma hasta el Barrio Luz. Últimamente se lo notaba muy preocupado, ya que la municipalidad había comenzado con el zanjeo para el entramado de gas natural. Y, como es de esperarse en estos casos, dejaría de ser rentable.

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La familia Comepigüí

Los Comepigüís, eran una familia que se habían instalado ya hace un tiempo, cerca de la estación y nada se sabía de ellos. Para hacer honor a la verdad, el apellido que figuraba en su buzón era «Comepeewee»; pero como la maestra Graciela nos había explicado en su momento y hasta donde ella sabía, parecía ser un apellido de origen inglés y la conjunción de las dos letras «e» seguidas, se pronuncian como si fuera una «i». Y por eso prefería llamarlos así, como si fueran una etnia aborigen: una mezcla entre comechingones, diaguitas y guaraní.

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Encerrado en el galpón

El lugar era una penumbra, salvo por algunos haces de luz que se colaban por encima de la puerta. Eso me aterraba. Porque era ahí, en la oscuridad, donde escuchaba algunos ruidos entre las latas y herramientas que se encontraban abarrotadas contra la pared. Intentaba agudizar la vista, pero era un ruido ciego: no se percibía movimiento alguno.

Hacía ya unas horas que me encontraba encerrado. Me había dado por vencido en mi intento por remover la cadena que sujetaba la puerta con el marco. Fue imposible intentar con el alicate y la pico loro romper uno de sus eslabones ya que, luego de un rato, apenas le había hecho mella. Quizás con una sierra podría haber logrado un mejor resultado, pero no sabía dónde estaba y no quería adentrarme en las sombras por temor a lo que fuera que se esté escabullendo por ahí.

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La camiseta azul

Antes de doblar la esquina, habíamos salido de una acalorada discusión, donde estuvimos a segundos de irnos a las manos. Él había sugerido que el Capitán del Espacio era el mejor alfajor del mundo (en realidad dijo el universo, pero creo que exageró un poco). Yo como ortodoxo consumidor de alfajores, no podía estar más de acuerdo con su frase. Pero, para poder generar debate y no se tornara aburrida la charla de regreso, le empardé el asunto con el Fabulandia.

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