Era una cálida melodía. Como una especie de arrullo. Un tarareo que escuchaba a lo lejos y cada vez se hacía más fuerte. Por alguna razón, al principio no la oía cercana pero, de a poco como en un in crescendo, de lo que creía ser un tarareo ahora escuchaba la letra con claridad: «Pajarillo, pajarillo, que vuelas por el mundo entero, llévale esta carta a mi adorado y dile que por el me muero». En ese instante escucho que la melodía fue interrumpida por un fuerte mugido de vaca. Y nuevamente la voz repitiendo el estribillo, pero esta vez con un tono más fuerte. ¿Un mugido de vaca? Pensé por mis adentros. Esa pregunta me hizo incorporarme de repente.
Mes: julio 2016
Samanta y la gata negra
http://www.xn--elnio-rta.com.ar/2016/06/16/sacando-a-pasear-a-samanta/
(…)
La cargué por debajo de mi brazo y apuré el paso de nuevo hacia mi casa. Volví a ingresar por el alambre caído y la dejé en el fondo. Llamé a mi mamá y le conté la situación. Fue con urgencia al fondo para poder revisarla. La encontró echada debajo de la bañadera complemente ensangrentada. Como no teníamos medios como para poder costear un veterinario, ella me dijo que, de recuperarse, debería ser por su cuenta.
Agarré la manguera que estaba en el suelo, abrí la canilla y me puse a enjuagarle la sangre del cuerpo. Sorbió unos tragos de la manguera, se metió al fondo de la cucha y no volvió a salir.
***
Tenía la certeza de que estaba allí por algo. No la vi llegar, porque su pelaje negro se mimetizaba entre las sombras, pero me había percatado de su presencia hacía un largo rato. Por eso, no logró sorprenderme, ni tampoco asustarme, cuando se acercó de forma muy cansina por mi espalda y me susurró al oído:
—Hola Samanta… ¿Por qué no me perseguís?… debería ser lo habitual entre una gata y una perra…
La repetida doble moral
—Esto no es moral, es antiético como para empezar a hablar… —me repetía en voz alta mientras caminaba al lado de la avenida—
Eran diez cuadras las que me separaban de mi objetivo. Aminoré la marcha para poder pensar mejor el asunto. Era evidente que, por la forma en que se revolvían mis tripas, algo no andaba del todo bien. No tendría que haber escuchado a Jorge, que me insistía que era algo que debía hacer por el bien de todos. O al colorado, que insinuó que si me echaba para atrás era un cagón, que los líderes como Belgrano o San Martín nunca abandonaban. Para colmo cuando llegó el pelado, los tres empezaron a cantarme, al unísono y saltando como si estuvieran en el paravalanchas de la cancha: «sos cagón, sos cagón, Quilmes sos cagón…». Y eso me envalentonó. No lo puedo evitar, cuando me acusan de cagón, esa palabra me subleva, me enerva tanto la sangre que siento una adrenalina que me lleva a realizar cualquier acto. Ellos lo sabían y, trascartón, no solo me habían insultado a mí, sino también a toda la parcialidad cervecera.
Tablas de multiplicar y fustazos
Ernesto, mi papá, es una persona creativa. Siempre por la casa estaba resolviendo problemas o inventando cosas, con una calidad sobresaliente. Por ejemplo, el año pasado, recuerdo que en el colegio nos habían pedido llevar un ábaco, para poder aprender a hacer operaciones. La idea era poder apilar de forma vertical, unas fichas realizadas en cartulina (de distintas formas y colores) que a su vez representaban las unidades, decenas, centenas y miles en distintas posiciones. Mientras todos mis compañeros habían llevado unos hechos con una dudosa calidad, de Telgopor, alambres torcidos y sobretodo mucha cinta Scotch; mi papá, en cambio, se había lucido en construir una estructura de madera de color rojizo con cuatro alambres que le sobresalían de forma vertical (conformando perfectos noventa grados) y equidistantes entre ellos y el borde de la madera. Para finalizar el acabado, recuerdo que le dio una fina capa de barniz marino a la madera y, con una lija fija, pulió los alambres. Sin dudas, era el rey de todos los ábacos.