Encerrado en el galpón

El lugar era una penumbra, salvo por algunos haces de luz que se colaban por encima de la puerta. Eso me aterraba. Porque era ahí, en la oscuridad, donde escuchaba algunos ruidos entre las latas y herramientas que se encontraban abarrotadas contra la pared. Intentaba agudizar la vista, pero era un ruido ciego: no se percibía movimiento alguno.

Hacía ya unas horas que me encontraba encerrado. Me había dado por vencido en mi intento por remover la cadena que sujetaba la puerta con el marco. Fue imposible intentar con el alicate y la pico loro romper uno de sus eslabones ya que, luego de un rato, apenas le había hecho mella. Quizás con una sierra podría haber logrado un mejor resultado, pero no sabía dónde estaba y no quería adentrarme en las sombras por temor a lo que fuera que se esté escabullendo por ahí.

Ya vencido por el cansancio, me senté en el suelo esperando que aquello que hacía ruido en las sombras, no se acerque a hacerme daño. Ante dicha posibilidad, mantenía en mi mano la pico loro por si en algún momento debería hacerle frente.

***

Por la quietud y la escasa iluminación, había logrado quedarme dormitado.  Fue ahí cuando sentí una mordida en la zapatilla. Cuando me despabilé, vi una peluda criatura de pelaje gris oscuro, que chillaba y mordía mi pie. Eso que parecía ser un roedor, se quedó inmóvil y me observó como de reojo. Por puro reflejo y repugnancia, estiré el mismo pie que mordía y logré alejarla con un golpe. Mostrando sus dientes y con cierta torpeza zigzagueante, asumo por producto del impacto, se terminó alejándose velozmente siguiendo la línea de la pared.

Me sentía completamente asqueado por lo ocurrido. Me juré a mí mismo que la próxima vez que lo viera no tendría contemplación y le rompería la cabeza de un picolorazo. De solo pensarlo, esto me generaba nauseabundos escalofríos incontrolables en el cuerpo. Lo peor, era que sus mugrosos dientes se habían quedado tatuados en mi zapatilla derecha. Veía el huequito en la punta de la goma y nuevamente se me retorcía el cuerpo del asco.

Como un resorte, me levanté de inmediato y empecé a agitar enérgicamente la puerta; pero no logré que ceda si siquiera un milímetro de luz por donde pueda asomarme para escapar. En eso, observo movimiento del otro lado de la puerta. Supliqué que me abrieran, que habían alimañas adentro que querían comerme. Solo obtuve un «¡Shhh!…» con el objetivo de silenciarme.

A los pocos minutos, noté que nuevamente había alguien del otro lado de la puerta. Esta vez permanecí en silencio. Noté que por sobre la pequeña ventanita que había arriba del marco de la puerta, se asomó una mano con un bollo de papel que dejó caer. Intenté atraparla en el aire, poniendo ambas manos juntas con las palmas hacia arriba, pero no tuve éxito: terminó en el suelo. Al levantarlo y desenvolverlo, me di cuenta que había dos fetas de fiambre y, a juzgar por el olor, eran de mortadela. El contenido de ese bollo sería mi almuerzo. Lo engullí con resignación y voracidad. Llevaba desde la mañana en el mismo lugar y el hambre se empezaba a sentir en las tripas. Deje apenas los bordecitos de las fetas, ya que eran duros y difíciles de masticar.

***

Un rato después, me encontraba nuevamente sentado en el suelo, completamente aburrido. Volví a pensar en el roedor, esta vez ya no sentí escalofríos, más bien apreté los dientes con fuerza. Recordé que habían quedado algunos cachitos de mortadela envueltos en el papel y me pareció una buena idea tenderle una trampa. Desenvolví los restos y los amuché en una montañita en el suelo, en la parte donde el sol iluminaba con más fuerza. Por mi parte, estaba retirado a unos pasos, escondido en la penumbra, con expectativa felina… pico loro en mano.

No tardó mucho en asomar la nariz en el resplandor. Se acercó sigilosamente olfateando el aire. Al notar que no corría peligro, dio un sprint hacia el montoncito, tomó una tirita con sus manitos, se sentó sobre sus patas traseras y comenzó a masticar. Mordía un pedacito y mascaba velozmente con movimientos circulares. De a poco, mientras observaba la escena, iba subiendo el brazo para tomar impulso. Calculaba la trayectoria milimétricamente para que el objeto impacte directamente en su cabeza. Exactamente entre sus dos orejas. Mi mano casi llegaba a la altura máxima de despegue. Inhale para tomar fuerza y envalentonarme. Ahí fue cuando el bicho se dio cuenta que era yo el que estaba escondido en la oscuridad. Paró de masticar de forma inmediata y me volvió a mirar. Esta vez, no lo hizo de reojo como antes, sino que podía percibir su mirada enfocada directamente en mis ojos. Era un duelo, sin dudas. Con dudas, mejor dicho. Porque fue en ese momento que me consternó la duda. No una gran duda, pero una duda al fin. Esas que te hace tragar saliva antes de poder continuar, como para reflexionar mejor el asunto. Así que tragué saliva y la duda creció un poco más. Descontracturé un poco el brazo que tenía levantado. A esta altura, la duda ya era más que razonable. Entiendo que es lo mejor que te puede pasar cuando estas a punto de matar a otro ser vivo. Al menos la primera vez. Quizás, con la gimnasia del acto, las personas se van deshumanizando, haciendo que esto sea algo natural; donde ya no haya sospechas de que hacer cuando se tiene una herramienta de hierro elevada con la mano, a punto de dibujar una trayectoria circular directa a la cabeza de un roedor…

Por fin me decidí: bajé con fuerza la pico loro, acompañando el movimiento con el hombro. El golpe que dio sonó seco, hueco, como cuando se percute un tambor. Él quedó ubicado en el mismo lugar, al lado de las tiritas de mortadela. Ya no me miraba, porque tenía los ojos cerrados. Evidentemente, el golpe que había dado en el suelo lo había asustado tanto, que se quedó petrificado. Cuando volvió a abrir los ojos, me miró fijamente a los mios. Esta vez, compartimos una mirada cómplice. En definitiva, estábamos los dos en el mismo lugar, bajo la misma circunstancia. Tomó otro pedacito de comida, se lo llevó a la boca y siguió comiendo del resto hasta que ya no quedó más. En ese preciso momento, escuché como se revolvían las cadenas de la entrada y me di media vuelta: era evidente que estaban abriendola. Cuando volví la mirada hacia el roedor, ya no se encontraba a la vista. La puerta se abrió de par en par y la voz de una mujer dijo:

— Salí que ya están llegando tus papás. Si le decís una palabra a alguien de esto, te juro por Dios que te mato…—murmuró en voz baja mientras me retorcía la oreja con su mano. Por suerte, ellos siempre volvían antes del anochecer.

— Nos vemos la semana que viene —respondí al vacío del galpón, apuntando mi voz hacia la sombra

— ¿A quién le hablas pelotudo?… —indagó mi tía que, por aquel entonces, se le daba a bien encerrarme cuando se quedaba en mi casa a cuidarme; mientas que mi papá acompañaba a mi mamá al Melchor Romero de La Plata…

No le respondí, solo me quedé callado.

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