Los chicos siempre pagan

En el jardín de la casa, adornaban la vista unos hermosos y coloridos rosales que generaban, sin lugar a dudas, la envidia del barrio entero. En contraste, también se encontraban unas tupidas y lúgubres rudas que, según mi papá, actuaban de protección para el hogar. Él no solo era supersticioso, sino que también cabulero como ninguno. En la pared de entrada, al lado de donde se colgaban las llaves, había montado un clavito sin cabeza, con el solo fin de acumular un piloncito de boletos. Pero ojo, no colgaba todos, sino aquellos cuya numeración fuera capicúa, es decir, que se podía leer de la misma forma de adelante para atrás y viceversa. El argumento de esta práctica es que traía buena suerte y, por lo general, cuando tenía la dicha de conseguir uno, le jugaba unos pesos a los últimos dos dígitos en la quiniela. Rara vez lo agarraba.

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Gilda

Nunca supe de donde vino, pero un día llegó. Fue en aquella época cuando mi papá empezó a hacer changas en el taller de Pipo, allá por Dock Sud, y mi mamá había conseguido trabajo en la dirección de tránsito. No hubo una presentación formal: solo estaba siguiendo el rastro del aroma de las tostadas, que llegaba hasta mi habitación y provenía de la cocina. Vi a alguien al lado de la mesa, me refregué los ojos para mejorar el foco y la vi sentada. Cuando se percató de mí, no hizo falta que me analizara con su mirada, como ocurría habitualmente con los demás; solo se incorporó de la silla y dijo:

— Anda a lavarte la cara, que te preparo la leche…

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Encerrado en el galpón

El lugar era una penumbra, salvo por algunos haces de luz que se colaban por encima de la puerta. Eso me aterraba. Porque era ahí, en la oscuridad, donde escuchaba algunos ruidos entre las latas y herramientas que se encontraban abarrotadas contra la pared. Intentaba agudizar la vista, pero era un ruido ciego: no se percibía movimiento alguno.

Hacía ya unas horas que me encontraba encerrado. Me había dado por vencido en mi intento por remover la cadena que sujetaba la puerta con el marco. Fue imposible intentar con el alicate y la pico loro romper uno de sus eslabones ya que, luego de un rato, apenas le había hecho mella. Quizás con una sierra podría haber logrado un mejor resultado, pero no sabía dónde estaba y no quería adentrarme en las sombras por temor a lo que fuera que se esté escabullendo por ahí.

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Mi abuelo Pablo

Era una cálida melodía. Como una especie de arrullo. Un tarareo que escuchaba a lo lejos y cada vez se hacía más fuerte. Por alguna razón, al principio no la oía cercana pero, de a poco como en un in crescendo, de lo que creía ser un tarareo ahora escuchaba la letra con claridad: «Pajarillo, pajarillo, que vuelas por el mundo entero, llévale esta carta a mi adorado y dile que por el me muero». En ese instante escucho que la melodía fue interrumpida por un fuerte mugido de vaca. Y nuevamente la voz repitiendo el estribillo, pero esta vez con un tono más fuerte. ¿Un mugido de vaca? Pensé por mis adentros. Esa pregunta me hizo incorporarme de repente.

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Tablas de multiplicar y fustazos

Ernesto, mi papá, es una persona creativa. Siempre por la casa estaba resolviendo problemas o inventando cosas, con una calidad sobresaliente. Por ejemplo, el año pasado, recuerdo que en el colegio nos habían pedido llevar un ábaco, para poder aprender a hacer operaciones. La idea era poder apilar de forma vertical, unas fichas realizadas en cartulina (de distintas formas y colores) que a su vez representaban las unidades, decenas, centenas y miles en distintas posiciones. Mientras todos mis compañeros habían llevado unos hechos con una dudosa calidad, de Telgopor, alambres torcidos y sobretodo mucha cinta Scotch; mi papá, en cambio, se había lucido en construir una estructura de madera de color rojizo con cuatro alambres que le sobresalían de forma vertical (conformando perfectos noventa grados) y equidistantes entre ellos y el borde de la madera. Para finalizar el acabado, recuerdo que le dio una fina capa de barniz marino a la madera y, con una lija fija, pulió los alambres. Sin dudas, era el rey de todos los ábacos.

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Una visita desde atrás del ropero

Me despertó una necesidad inmensa de hacer pis. Juzgando por la falta de luz en la ventana, debería ser de madrugada. Me di media vuelta hacia mi izquierda para tratar de conciliar la necesidad de mi vejiga. Sentía un frío muy intenso, a pesar de que ese día me había acostado vestido de mangas largas y jogging para menguarlo un poco. Como ya no aguantaba, me volví hacia el otro lado de la cama con la intención de partir mi excursión hacia el baño. Cuando hice fuerza con mi antebrazo para incorporarme, me pareció ver la sombra de una persona de gran porte parada al lado del ropero, que se encontraba observándome. De inmediato, me tape completamente hasta la cabeza y cerré mis ojos con fuerza. Me encontraba invadido por el miedo. El tiempo parecía haberse interrumpido en ese preciso momento, aunque en el aire podía percibirse el tictacteo del reloj de pared de la cocina.
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Sacando a pasear a Samanta

No recuerdo si era un sábado o domingo pero estoy seguro que era cerca del mediodía. Desde el patio de mi casa se empezaba a sentir un intenso aroma a asado en las inmediaciones y el calor empezaba a picar. Con una manguera aprovechaba para regar los zapallos de una huerta que, por alguna razón desconocida, había florecido al costado de la medianera. Desde mi posición, veía a Samanta que estaba echada debajo de una vieja bañadera invertida, que hacía las veces de cucha. “Chuic” —le chisté juntado mis labios como un pico y sorbiendo aire por la boca— y con mucho aplomo se incorporó y se acercó hacia donde me encontraba, llevando a cuestas su larga lengua que le ladeaba al costado del hocico. Le acerqué la manguera a la boca y tomó algunos tragos de agua, que parecieron no ser suficientes ya que continuaba con un incesante jadeo.
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¡Mirá cuántos metros tengo!

Mi papá es albañil y en el fondo de casa tenemos un galpón donde guarda las herramientas. Los fines de semana que no trabaja en alguna obra, siempre se pone a hacer algún arreglo en la casa, donde aprovecho para estar a su lado y aprender el oficio.

Uno de esos fines de semana, él estaba por instalar una pileta que le había “sobrado” de un trabajo, en la pared de ese mismo galpón. Me dispuse como siempre a observar y, por consiguiente, aprender el paso a paso que le llevaría la actividad y ayudarlo en lo que necesite. Generalmente, lo que más necesitaba era que le cebe mate. Continuar leyendo «¡Mirá cuántos metros tengo!»

La bestia

Un fuerte ruido logró desvelarme y, de a poco, abrí los ojos y levanté la cabeza de la almohada. Gracias al reflejo de la luna que atravesaba por la ventana, pude divisar una figura desmoronada en la puerta de mi habitación. Un escalofrío heló mi espalda.  Su cuerpo era tan voluminoso que ocupaba la mitad de la entrada y daba la impresión de ser un ovillo, por la forma en que sus garras se enlazaban en sus piernas. Me quedé unos segundos observando su cuerpo en silencio para verificar que se moviera. Nada ocurría. La criatura se encontraba impávida ante mi mirada. Continuar leyendo «La bestia»

Calentador a querosén

En el invierno, cierro los ojos y hay un olor tan intenso que embelesa mi sentido del olfato: el del calentador a querosén. Es un aroma muy particular, diría que inconfundible. Pero no justamente el olor de la combustión, que por cierto es bastante espeso, sino que es otra cosa. Mi papá dejó calentando, desde la tarde en la hornalla del calentador, una lata de conserva con agua y semillas de eucalipto; atribuyéndole de esta manera, una doble función: no solo servía para menguar un poco el frio, sino que también la de aromatizar la casa. Esnifo el aire del ambiente con calma, haciendo valer cada inhalación,  llenando mis pulmones a su máxima capacidad para que, cuando exhale, el vapor de mi boca tenga un sabor algo mentolado. Continuar leyendo «Calentador a querosén»