Autopsia de un extraterrestre

 

Al salir de la escuela, tenía dos alternativas para llegar a mi casa: una por la calle 360, cuyas primeras cuadras eran de tierra; y la otra sobre la Avenida 361, que daba a un monótono asfaltado gris con estrías negras de brea. Siempre optaba por salir por la segunda. Pero el estado asfáltico, no era el único motivo por el cual lo decidía, ya que el barro en las lluvias era moneda corriente en mi barrio y ya estaba acostumbrado. De hecho, si salía por ese lado, me daba la posibilidad de cortar camino y llegar más rápido a mi casa. La particularidad que hacía inclinar la balanza por sobre la avenida, era la gran variedad de sus veredas. Los caminos reservados para los peatones, eran embellecidos con diversas plantas y árboles por sus propietarios y, además, cada uno de ellos tenían su propio criterio para adornarlas: baldosas, piedras pulidas, lajas y adoquines; contrastando lo moderno con lo rústico de aquellas que solo eran hechas de hormigón y divididos por líneas con una regla, cuando todavía el cemento se encontraba fresco.

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Pirulo

Ellos viven en una casilla muy precaria, justo en la esquina de mi casa, más precisamente sobre la avenida. Si en mi familia no estábamos en las mejores condiciones económicas, ellos se encontraban en una situación aún peor. Esto repercutía notablemente en su higiene: olían a rancio y vestían harapos que les excedían o ajustaban varios talles; recuerdo aquella vez que Miguelito, el más pequeño, tenía una pulga atrás de la oreja. Primero pensé que era una mancha de nacimiento, como un lunar o algo así, pero no era propio de una protuberancia escalar por la nuca de una persona. El Yugoslavo, el mayor, una vez me mostró su dedo índice envuelto en un diario encintado, afirmando que había agarrado un cable pelado que colgaba de una línea de alta tensión. Cuando se sacó el papel para corroborar su historia, llegué a ver hasta el blanco del hueso, rodeado de un cúmulo de pus que casi me hace vomitar del asco. No iban al colegio y era habitual verlos recorrer el barrio juntos, de casa en casa, pidiendo algo para comer.

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La familia Comepigüí

Los Comepigüís, eran una familia que se habían instalado ya hace un tiempo, cerca de la estación y nada se sabía de ellos. Para hacer honor a la verdad, el apellido que figuraba en su buzón era «Comepeewee»; pero como la maestra Graciela nos había explicado en su momento y hasta donde ella sabía, parecía ser un apellido de origen inglés y la conjunción de las dos letras «e» seguidas, se pronuncian como si fuera una «i». Y por eso prefería llamarlos así, como si fueran una etnia aborigen: una mezcla entre comechingones, diaguitas y guaraní.

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La repetida doble moral

—Esto no es moral, es antiético como para empezar a hablar… —me repetía en voz alta mientras caminaba al lado de la avenida—

Eran diez cuadras las que me separaban de mi objetivo. Aminoré la marcha para poder pensar mejor el asunto. Era evidente que, por la forma en que se revolvían mis tripas, algo no andaba del todo bien. No tendría que haber escuchado a Jorge, que me insistía que era algo que debía hacer por el bien de todos. O al colorado, que insinuó que si me echaba para atrás era un cagón, que los líderes como Belgrano o San Martín nunca abandonaban. Para colmo cuando llegó el pelado, los tres empezaron a cantarme, al unísono y saltando como si estuvieran en el paravalanchas de la cancha: «sos cagón, sos cagón, Quilmes sos cagón…».  Y eso me envalentonó. No lo puedo evitar, cuando me acusan de cagón, esa palabra me subleva, me enerva tanto la sangre que siento una adrenalina que me lleva a realizar cualquier acto. Ellos lo sabían y, trascartón, no solo me habían insultado a mí, sino también a toda la parcialidad cervecera.

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