Los chicos siempre pagan

En el jardín de la casa, adornaban la vista unos hermosos y coloridos rosales que generaban, sin lugar a dudas, la envidia del barrio entero. En contraste, también se encontraban unas tupidas y lúgubres rudas que, según mi papá, actuaban de protección para el hogar. Él no solo era supersticioso, sino que también cabulero como ninguno. En la pared de entrada, al lado de donde se colgaban las llaves, había montado un clavito sin cabeza, con el solo fin de acumular un piloncito de boletos. Pero ojo, no colgaba todos, sino aquellos cuya numeración fuera capicúa, es decir, que se podía leer de la misma forma de adelante para atrás y viceversa. El argumento de esta práctica es que traía buena suerte y, por lo general, cuando tenía la dicha de conseguir uno, le jugaba unos pesos a los últimos dos dígitos en la quiniela. Rara vez lo agarraba.

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Gilda

Nunca supe de donde vino, pero un día llegó. Fue en aquella época cuando mi papá empezó a hacer changas en el taller de Pipo, allá por Dock Sud, y mi mamá había conseguido trabajo en la dirección de tránsito. No hubo una presentación formal: solo estaba siguiendo el rastro del aroma de las tostadas, que llegaba hasta mi habitación y provenía de la cocina. Vi a alguien al lado de la mesa, me refregué los ojos para mejorar el foco y la vi sentada. Cuando se percató de mí, no hizo falta que me analizara con su mirada, como ocurría habitualmente con los demás; solo se incorporó de la silla y dijo:

— Anda a lavarte la cara, que te preparo la leche…

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Mi primer partido

Era una escalera que, desde mi posición, parecía infinita tanto a lo alto, como a lo ancho. Estaba levantando del suelo algunos papeles y ya tenía un pilón importante en la mano. Caminé unos pasos más hacia la derecha para recoger otro que se estaba alejando por efecto del viento. Cuando me inclino, fue que recibí un fuerte patadón en el culo:

— ¿Estás robando?  —Era un policía que me interrogaba, el golpe fue tan fuerte que me hizo perder el equilibrio y caer ladeado en un peldaño. Como pude, acomodé mi cuerpo luego del impacto y pude hacer contacto visual, sin poder emitir palabra alguna, él volvió a la carga:

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Encerrado en el galpón

El lugar era una penumbra, salvo por algunos haces de luz que se colaban por encima de la puerta. Eso me aterraba. Porque era ahí, en la oscuridad, donde escuchaba algunos ruidos entre las latas y herramientas que se encontraban abarrotadas contra la pared. Intentaba agudizar la vista, pero era un ruido ciego: no se percibía movimiento alguno.

Hacía ya unas horas que me encontraba encerrado. Me había dado por vencido en mi intento por remover la cadena que sujetaba la puerta con el marco. Fue imposible intentar con el alicate y la pico loro romper uno de sus eslabones ya que, luego de un rato, apenas le había hecho mella. Quizás con una sierra podría haber logrado un mejor resultado, pero no sabía dónde estaba y no quería adentrarme en las sombras por temor a lo que fuera que se esté escabullendo por ahí.

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Mi abuelo Pablo

Era una cálida melodía. Como una especie de arrullo. Un tarareo que escuchaba a lo lejos y cada vez se hacía más fuerte. Por alguna razón, al principio no la oía cercana pero, de a poco como en un in crescendo, de lo que creía ser un tarareo ahora escuchaba la letra con claridad: «Pajarillo, pajarillo, que vuelas por el mundo entero, llévale esta carta a mi adorado y dile que por el me muero». En ese instante escucho que la melodía fue interrumpida por un fuerte mugido de vaca. Y nuevamente la voz repitiendo el estribillo, pero esta vez con un tono más fuerte. ¿Un mugido de vaca? Pensé por mis adentros. Esa pregunta me hizo incorporarme de repente.

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