Autopsia de un extraterrestre

 

Al salir de la escuela, tenía dos alternativas para llegar a mi casa: una por la calle 360, cuyas primeras cuadras eran de tierra; y la otra sobre la Avenida 361, que daba a un monótono asfaltado gris con estrías negras de brea. Siempre optaba por salir por la segunda. Pero el estado asfáltico, no era el único motivo por el cual lo decidía, ya que el barro en las lluvias era moneda corriente en mi barrio y ya estaba acostumbrado. De hecho, si salía por ese lado, me daba la posibilidad de cortar camino y llegar más rápido a mi casa. La particularidad que hacía inclinar la balanza por sobre la avenida, era la gran variedad de sus veredas. Los caminos reservados para los peatones, eran embellecidos con diversas plantas y árboles por sus propietarios y, además, cada uno de ellos tenían su propio criterio para adornarlas: baldosas, piedras pulidas, lajas y adoquines; contrastando lo moderno con lo rústico de aquellas que solo eran hechas de hormigón y divididos por líneas con una regla, cuando todavía el cemento se encontraba fresco.

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Jugando a la bolita

El sol del mediodía me encontraba sentado en la vereda. Fue ahí cuando Jepe, el garrafero que vive al lado de mi casa, abrió el portón de la entrada. Estaba por hacer su recorrido por el barrio, ya que detrás de su bicicleta, llevaba un carrito enganchado con una carga de unas seis garrafas de diez kilogramos. Sabía a la perfección su recorrido, porque varias veces lo había acompañado montado sobre su carrito: arrancaba por la calle 140 hasta el fondo; luego daba la vuelta por la derecha y retomaba por la 142 hasta la avenida y, de ahí, seguía por la misma hasta el Barrio Luz. Últimamente se lo notaba muy preocupado, ya que la municipalidad había comenzado con el zanjeo para el entramado de gas natural. Y, como es de esperarse en estos casos, dejaría de ser rentable.

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La familia Comepigüí

Los Comepigüís, eran una familia que se habían instalado ya hace un tiempo, cerca de la estación y nada se sabía de ellos. Para hacer honor a la verdad, el apellido que figuraba en su buzón era «Comepeewee»; pero como la maestra Graciela nos había explicado en su momento y hasta donde ella sabía, parecía ser un apellido de origen inglés y la conjunción de las dos letras «e» seguidas, se pronuncian como si fuera una «i». Y por eso prefería llamarlos así, como si fueran una etnia aborigen: una mezcla entre comechingones, diaguitas y guaraní.

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Samanta y la gata negra

http://www.xn--elnio-rta.com.ar/2016/06/16/sacando-a-pasear-a-samanta/

(…)

La cargué por debajo de mi brazo y apuré el paso de nuevo hacia mi casa. Volví a ingresar por el alambre caído y la dejé en el fondo. Llamé a mi mamá y le conté la situación. Fue con urgencia al fondo para poder revisarla. La encontró echada debajo de la bañadera complemente ensangrentada. Como no teníamos medios como para poder costear un veterinario, ella me dijo que, de recuperarse, debería ser por su cuenta.

Agarré la manguera que estaba en el suelo, abrí la canilla y me puse a enjuagarle la sangre del cuerpo. Sorbió unos tragos de la manguera, se metió al fondo de la cucha y no volvió a salir.

***

Tenía la certeza de que estaba allí por algo. No la vi llegar, porque su pelaje negro se mimetizaba entre las sombras, pero me había percatado de su presencia hacía un largo rato. Por eso, no logró sorprenderme, ni tampoco asustarme, cuando se acercó de forma muy cansina por mi espalda y me susurró al oído:

—Hola Samanta… ¿Por qué no me perseguís?… debería ser lo habitual entre una gata y una perra…

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Tablas de multiplicar y fustazos

Ernesto, mi papá, es una persona creativa. Siempre por la casa estaba resolviendo problemas o inventando cosas, con una calidad sobresaliente. Por ejemplo, el año pasado, recuerdo que en el colegio nos habían pedido llevar un ábaco, para poder aprender a hacer operaciones. La idea era poder apilar de forma vertical, unas fichas realizadas en cartulina (de distintas formas y colores) que a su vez representaban las unidades, decenas, centenas y miles en distintas posiciones. Mientras todos mis compañeros habían llevado unos hechos con una dudosa calidad, de Telgopor, alambres torcidos y sobretodo mucha cinta Scotch; mi papá, en cambio, se había lucido en construir una estructura de madera de color rojizo con cuatro alambres que le sobresalían de forma vertical (conformando perfectos noventa grados) y equidistantes entre ellos y el borde de la madera. Para finalizar el acabado, recuerdo que le dio una fina capa de barniz marino a la madera y, con una lija fija, pulió los alambres. Sin dudas, era el rey de todos los ábacos.

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Pelota de cuero

Había vuelto de ayudarle a hacer los mandados a la tana que vivía a la vuelta, sobre la avenida. Ketchup, el colorado del barrio, había corrido el rumor entre nosotros que ella no entendía bien el cambio de la nueva moneda y, últimamente,  daba propinas con billetes de los verdes a quien le ayude con las bolsas. Me di cuenta que dicho rumor era falso, porque solo ligué dos monedas de 25 centavos por acarrear una pesada carga por más de diez cuadras.

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Retrato de posterioridad

Generalmente cuando me aburro en la clase, la manera que tengo de poder escaparme de la misma es garabatear el banco. Dibujarlos con lápiz. He llegado a realizar verdaderas obras de artes. Hoy, casualmente, me acaba de salir un Piccolo digno de admiración. Con sus antenas y todo. Me iba a animar a colorearlo con fibra verde, pero como tardaría mucho en secar, podría generar un enchastre en los puños de la camisa. Entonces, opté por dejarlo como estaba y traer desde mi casa una lapicera verde para finalizarlo. En ese momento, el timbre dio la hora y fue momento de salir. Continuar leyendo «Retrato de posterioridad»

La bolsa

Decidí darle una mirada de nuevo, comprobar que todo este allí. Los había reunido a todos dentro de una bolsa grande de la feria del calzado. Era sin dudas una ocasión especial.

A primera vista se veía el muñeco de Scorpion. Ya había perdido su túnica por el constante ajetreo del día a día, pero conservaba aún el color amarillento del barbijo de su capucha.

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La primavera

Pasado unos minutos del mediodía, noté que el día se había vuelto gris de repente. Un conjunto de nubarrones había ganado el cielo y cada vez amenazaba más con llover. Faltaba aproximadamente una hora para salir al colegio, pero no me había vestido con el uniforme aún. En cambio, seguía degustando un sanguche de papas fritas mientras que, por el canal once, el Zorro saltaba desde el balcón del cuartel para caer sentado sobre su negro corcel; daba dos taconazos y en la escena siguiente se lo veía galopando por las llanuras. Fue ahí cuando se me ocurrió que faltar a clases ese día, sería una idea brillante: mi asistencia durante el año había sido perfecta, tarea pendiente no tenía y no íbamos a ver tema nuevo, ya que, durante el día, se iban a realizar actos conmemorativos del día del estudiante con festejos incluidos. Además, mis compañeros solo hablaban del baile que se había organizado por la primavera en el club del Vidrio y que no me interesaba asistir en lo más mínimo.

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Figuritas

Como era habitual, en los recreos solía recostarme en la pared de la entrada del aula para observar como jugaban el resto de chicos. Delante de mío, Seba estaba sentado en posición “de indio”, mirando fijamente un álbum de figuritas.
A lo lejos, llegaba corriendo Lean con un sobre de figuritas en la mano, presuntamente comprados en el kiosco del colegio. Adoptó la misma posición india que Seba y comenzó a abrir, con suma minuciosidad, el sobre por la parte superior del mismo. Una vez que abrió el sobre, fueron orejeando de a una las figuritas que les había deparado el azar: Continuar leyendo «Figuritas»