Mi abuelo Pablo

Era una cálida melodía. Como una especie de arrullo. Un tarareo que escuchaba a lo lejos y cada vez se hacía más fuerte. Por alguna razón, al principio no la oía cercana pero, de a poco como en un in crescendo, de lo que creía ser un tarareo ahora escuchaba la letra con claridad: «Pajarillo, pajarillo, que vuelas por el mundo entero, llévale esta carta a mi adorado y dile que por el me muero». En ese instante escucho que la melodía fue interrumpida por un fuerte mugido de vaca. Y nuevamente la voz repitiendo el estribillo, pero esta vez con un tono más fuerte. ¿Un mugido de vaca? Pensé por mis adentros. Esa pregunta me hizo incorporarme de repente.

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Samanta y la gata negra

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(…)

La cargué por debajo de mi brazo y apuré el paso de nuevo hacia mi casa. Volví a ingresar por el alambre caído y la dejé en el fondo. Llamé a mi mamá y le conté la situación. Fue con urgencia al fondo para poder revisarla. La encontró echada debajo de la bañadera complemente ensangrentada. Como no teníamos medios como para poder costear un veterinario, ella me dijo que, de recuperarse, debería ser por su cuenta.

Agarré la manguera que estaba en el suelo, abrí la canilla y me puse a enjuagarle la sangre del cuerpo. Sorbió unos tragos de la manguera, se metió al fondo de la cucha y no volvió a salir.

***

Tenía la certeza de que estaba allí por algo. No la vi llegar, porque su pelaje negro se mimetizaba entre las sombras, pero me había percatado de su presencia hacía un largo rato. Por eso, no logró sorprenderme, ni tampoco asustarme, cuando se acercó de forma muy cansina por mi espalda y me susurró al oído:

—Hola Samanta… ¿Por qué no me perseguís?… debería ser lo habitual entre una gata y una perra…

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La repetida doble moral

—Esto no es moral, es antiético como para empezar a hablar… —me repetía en voz alta mientras caminaba al lado de la avenida—

Eran diez cuadras las que me separaban de mi objetivo. Aminoré la marcha para poder pensar mejor el asunto. Era evidente que, por la forma en que se revolvían mis tripas, algo no andaba del todo bien. No tendría que haber escuchado a Jorge, que me insistía que era algo que debía hacer por el bien de todos. O al colorado, que insinuó que si me echaba para atrás era un cagón, que los líderes como Belgrano o San Martín nunca abandonaban. Para colmo cuando llegó el pelado, los tres empezaron a cantarme, al unísono y saltando como si estuvieran en el paravalanchas de la cancha: «sos cagón, sos cagón, Quilmes sos cagón…».  Y eso me envalentonó. No lo puedo evitar, cuando me acusan de cagón, esa palabra me subleva, me enerva tanto la sangre que siento una adrenalina que me lleva a realizar cualquier acto. Ellos lo sabían y, trascartón, no solo me habían insultado a mí, sino también a toda la parcialidad cervecera.

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Tablas de multiplicar y fustazos

Ernesto, mi papá, es una persona creativa. Siempre por la casa estaba resolviendo problemas o inventando cosas, con una calidad sobresaliente. Por ejemplo, el año pasado, recuerdo que en el colegio nos habían pedido llevar un ábaco, para poder aprender a hacer operaciones. La idea era poder apilar de forma vertical, unas fichas realizadas en cartulina (de distintas formas y colores) que a su vez representaban las unidades, decenas, centenas y miles en distintas posiciones. Mientras todos mis compañeros habían llevado unos hechos con una dudosa calidad, de Telgopor, alambres torcidos y sobretodo mucha cinta Scotch; mi papá, en cambio, se había lucido en construir una estructura de madera de color rojizo con cuatro alambres que le sobresalían de forma vertical (conformando perfectos noventa grados) y equidistantes entre ellos y el borde de la madera. Para finalizar el acabado, recuerdo que le dio una fina capa de barniz marino a la madera y, con una lija fija, pulió los alambres. Sin dudas, era el rey de todos los ábacos.

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Pelota de cuero

Había vuelto de ayudarle a hacer los mandados a la tana que vivía a la vuelta, sobre la avenida. Ketchup, el colorado del barrio, había corrido el rumor entre nosotros que ella no entendía bien el cambio de la nueva moneda y, últimamente,  daba propinas con billetes de los verdes a quien le ayude con las bolsas. Me di cuenta que dicho rumor era falso, porque solo ligué dos monedas de 25 centavos por acarrear una pesada carga por más de diez cuadras.

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Acreditación de prensa

Desde muy chico se me había dado a bien por la informática. Me había vuelto muy habilidoso en programación y, sobretodo, en algunas herramientas de diseño gráfico. Gracias a eso, cuando no estudiaba, me dedicaba a hacer trabajos para terceros y, de esta forma, obtener algunos ingresos extras: redactaba currículums o trabajos prácticos, diseñaba volantes, reparaba e instalaba computadores e impresoras y desarrollaba programas sencillos en Visual Basic.
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Una visita desde atrás del ropero

Me despertó una necesidad inmensa de hacer pis. Juzgando por la falta de luz en la ventana, debería ser de madrugada. Me di media vuelta hacia mi izquierda para tratar de conciliar la necesidad de mi vejiga. Sentía un frío muy intenso, a pesar de que ese día me había acostado vestido de mangas largas y jogging para menguarlo un poco. Como ya no aguantaba, me volví hacia el otro lado de la cama con la intención de partir mi excursión hacia el baño. Cuando hice fuerza con mi antebrazo para incorporarme, me pareció ver la sombra de una persona de gran porte parada al lado del ropero, que se encontraba observándome. De inmediato, me tape completamente hasta la cabeza y cerré mis ojos con fuerza. Me encontraba invadido por el miedo. El tiempo parecía haberse interrumpido en ese preciso momento, aunque en el aire podía percibirse el tictacteo del reloj de pared de la cocina.
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Sacando a pasear a Samanta

No recuerdo si era un sábado o domingo pero estoy seguro que era cerca del mediodía. Desde el patio de mi casa se empezaba a sentir un intenso aroma a asado en las inmediaciones y el calor empezaba a picar. Con una manguera aprovechaba para regar los zapallos de una huerta que, por alguna razón desconocida, había florecido al costado de la medianera. Desde mi posición, veía a Samanta que estaba echada debajo de una vieja bañadera invertida, que hacía las veces de cucha. “Chuic” —le chisté juntado mis labios como un pico y sorbiendo aire por la boca— y con mucho aplomo se incorporó y se acercó hacia donde me encontraba, llevando a cuestas su larga lengua que le ladeaba al costado del hocico. Le acerqué la manguera a la boca y tomó algunos tragos de agua, que parecieron no ser suficientes ya que continuaba con un incesante jadeo.
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Retrato de posterioridad

Generalmente cuando me aburro en la clase, la manera que tengo de poder escaparme de la misma es garabatear el banco. Dibujarlos con lápiz. He llegado a realizar verdaderas obras de artes. Hoy, casualmente, me acaba de salir un Piccolo digno de admiración. Con sus antenas y todo. Me iba a animar a colorearlo con fibra verde, pero como tardaría mucho en secar, podría generar un enchastre en los puños de la camisa. Entonces, opté por dejarlo como estaba y traer desde mi casa una lapicera verde para finalizarlo. En ese momento, el timbre dio la hora y fue momento de salir. Continuar leyendo «Retrato de posterioridad»

¡Mirá cuántos metros tengo!

Mi papá es albañil y en el fondo de casa tenemos un galpón donde guarda las herramientas. Los fines de semana que no trabaja en alguna obra, siempre se pone a hacer algún arreglo en la casa, donde aprovecho para estar a su lado y aprender el oficio.

Uno de esos fines de semana, él estaba por instalar una pileta que le había “sobrado” de un trabajo, en la pared de ese mismo galpón. Me dispuse como siempre a observar y, por consiguiente, aprender el paso a paso que le llevaría la actividad y ayudarlo en lo que necesite. Generalmente, lo que más necesitaba era que le cebe mate. Continuar leyendo «¡Mirá cuántos metros tengo!»