En el jardín de la casa, adornaban la vista unos hermosos y coloridos rosales que generaban, sin lugar a dudas, la envidia del barrio entero. En contraste, también se encontraban unas tupidas y lúgubres rudas que, según mi papá, actuaban de protección para el hogar. Él no solo era supersticioso, sino que también cabulero como ninguno. En la pared de entrada, al lado de donde se colgaban las llaves, había montado un clavito sin cabeza, con el solo fin de acumular un piloncito de boletos. Pero ojo, no colgaba todos, sino aquellos cuya numeración fuera capicúa, es decir, que se podía leer de la misma forma de adelante para atrás y viceversa. El argumento de esta práctica es que traía buena suerte y, por lo general, cuando tenía la dicha de conseguir uno, le jugaba unos pesos a los últimos dos dígitos en la quiniela. Rara vez lo agarraba.