Pirulo

Ellos viven en una casilla muy precaria, justo en la esquina de mi casa, más precisamente sobre la avenida. Si en mi familia no estábamos en las mejores condiciones económicas, ellos se encontraban en una situación aún peor. Esto repercutía notablemente en su higiene: olían a rancio y vestían harapos que les excedían o ajustaban varios talles; recuerdo aquella vez que Miguelito, el más pequeño, tenía una pulga atrás de la oreja. Primero pensé que era una mancha de nacimiento, como un lunar o algo así, pero no era propio de una protuberancia escalar por la nuca de una persona. El Yugoslavo, el mayor, una vez me mostró su dedo índice envuelto en un diario encintado, afirmando que había agarrado un cable pelado que colgaba de una línea de alta tensión. Cuando se sacó el papel para corroborar su historia, llegué a ver hasta el blanco del hueso, rodeado de un cúmulo de pus que casi me hace vomitar del asco. No iban al colegio y era habitual verlos recorrer el barrio juntos, de casa en casa, pidiendo algo para comer.

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Samanta y la gata negra

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(…)

La cargué por debajo de mi brazo y apuré el paso de nuevo hacia mi casa. Volví a ingresar por el alambre caído y la dejé en el fondo. Llamé a mi mamá y le conté la situación. Fue con urgencia al fondo para poder revisarla. La encontró echada debajo de la bañadera complemente ensangrentada. Como no teníamos medios como para poder costear un veterinario, ella me dijo que, de recuperarse, debería ser por su cuenta.

Agarré la manguera que estaba en el suelo, abrí la canilla y me puse a enjuagarle la sangre del cuerpo. Sorbió unos tragos de la manguera, se metió al fondo de la cucha y no volvió a salir.

***

Tenía la certeza de que estaba allí por algo. No la vi llegar, porque su pelaje negro se mimetizaba entre las sombras, pero me había percatado de su presencia hacía un largo rato. Por eso, no logró sorprenderme, ni tampoco asustarme, cuando se acercó de forma muy cansina por mi espalda y me susurró al oído:

—Hola Samanta… ¿Por qué no me perseguís?… debería ser lo habitual entre una gata y una perra…

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Sacando a pasear a Samanta

No recuerdo si era un sábado o domingo pero estoy seguro que era cerca del mediodía. Desde el patio de mi casa se empezaba a sentir un intenso aroma a asado en las inmediaciones y el calor empezaba a picar. Con una manguera aprovechaba para regar los zapallos de una huerta que, por alguna razón desconocida, había florecido al costado de la medianera. Desde mi posición, veía a Samanta que estaba echada debajo de una vieja bañadera invertida, que hacía las veces de cucha. “Chuic” —le chisté juntado mis labios como un pico y sorbiendo aire por la boca— y con mucho aplomo se incorporó y se acercó hacia donde me encontraba, llevando a cuestas su larga lengua que le ladeaba al costado del hocico. Le acerqué la manguera a la boca y tomó algunos tragos de agua, que parecieron no ser suficientes ya que continuaba con un incesante jadeo.
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