En el invierno, cierro los ojos y hay un olor tan intenso que embelesa mi sentido del olfato: el del calentador a querosén. Es un aroma muy particular, diría que inconfundible. Pero no justamente el olor de la combustión, que por cierto es bastante espeso, sino que es otra cosa. Mi papá dejó calentando, desde la tarde en la hornalla del calentador, una lata de conserva con agua y semillas de eucalipto; atribuyéndole de esta manera, una doble función: no solo servía para menguar un poco el frio, sino que también la de aromatizar la casa. Esnifo el aire del ambiente con calma, haciendo valer cada inhalación, llenando mis pulmones a su máxima capacidad para que, cuando exhale, el vapor de mi boca tenga un sabor algo mentolado. Parece que estoy sentado dentro de un frondoso bosque donde la calma plena acaricia mi alma. De repente, mi transe es interrumpido abruptamente por un diálogo entre mi mamá y mi papá:
— Ernesto, hoy no tengo ganas de cocinar… ¿Te parece que hagamos mate cocido?…—le preguntó Marta—
Mi papá asintió con su cabeza y enseguida agarró la hervidera de la alacena, la llenó con agua casi hasta el tope y la puso en la hornalla en el lugar de la lata aromatizante. Luego de un rato, al romper el hervor, colocó tres cucharadas soperas de yerba y dos de azúcar, lo dio unas cuantas vueltas en el agua con la cuchara en sentido horario y, al sacarla, golpeó varias veces la misma sobre el canto de aluminio. Por último apartó la mezcla del fuego. En ese momento es donde entraba en acción mi mamá, que previamente había cortado el pan en rodajas y lo colocaba sobre una sartén. Nuevamente usando el calentador multiuso, tostaba el pan “vuelta y vuelta” para sacarle un poco la textura de día anterior. A todo esto, Ernesto ya había colado la infusión en tres tasas y las apoyó sobre la mesa, donde ya nos encontrábamos sentados cada uno en su posición habitual: papá en la cabecera, mamá a su diestra y yo enfrente de ella.
Mientras espero a que esté a una temperatura razonable para poder beber, me gusta tener el hábito de acercar mis labios al borde de la taza, ver el reflejo de mis ojos en el líquido y soplarlo para que se formen ondas. Es un ritual que respeto a rajatabla, para que se enfríe más rápido y no quemarme al tomar (y, por supuesto, comenzar a sopar las rodajas de pan cuanto antes).
Al comenzar a comer, los escucho comentar las novedades del día. Papá contó el chiste del desnudo con las manos en los bolsillos y mi mamá se despachó con un chisme de Marcelita, que al parecer le gustan las señoritas y anda merodeando a la vecina de la vuelta de casa. Por mi parte, aporto que más temprano había escuchado en la radio que Racing, a pesar de haber ganado en Colombia, se quedó afuera de la copa en octavos de final.
Un calentador, semillas de eucalipto, panes rancios y una radio portátil cuyo dial quedó clavado en AM 550. Tengo la sensación que la idea de felicidad, solo se compone de objetos materiales.