La primavera

Pasado unos minutos del mediodía, noté que el día se había vuelto gris de repente. Un conjunto de nubarrones había ganado el cielo y cada vez amenazaba más con llover. Faltaba aproximadamente una hora para salir al colegio, pero no me había vestido con el uniforme aún. En cambio, seguía degustando un sanguche de papas fritas mientras que, por el canal once, el Zorro saltaba desde el balcón del cuartel para caer sentado sobre su negro corcel; daba dos taconazos y en la escena siguiente se lo veía galopando por las llanuras. Fue ahí cuando se me ocurrió que faltar a clases ese día, sería una idea brillante: mi asistencia durante el año había sido perfecta, tarea pendiente no tenía y no íbamos a ver tema nuevo, ya que, durante el día, se iban a realizar actos conmemorativos del día del estudiante con festejos incluidos. Además, mis compañeros solo hablaban del baile que se había organizado por la primavera en el club del Vidrio y que no me interesaba asistir en lo más mínimo.

En ese momento, escuché que mi papá entraba por la puerta del frente de la casa. Cargaba en su mano izquierda una bolsita de azufres en la mano. Acusaba un dolor de espalda, que lo tenía a mal traer. Se dirigió al cuarto, se sentó en uno de los costados de la cama (el derecho –su lado-). Abrió la bolsita y empezó a frotarse una de las barritas sobre la cintura. Con una mano se sostenía la remera levantada a la altura de la cintura y con la otra ejecutaba movimientos de forma longitudinal y transversal, haciéndolas rodar sobre el cuerpo hasta que un crujido provocaba que la misma se partiera. Esto indicaba que la antedicha ya había perdido su capacidad sanadora, por lo que había que tomar otra del montón y repetir la operación.

Yo observaba la escena aún sentado en la mesa de la cocina. Mientras, iba pasando en limpio mis argumentos en la cabeza para faltar al colegio. Confiado, me levanté y vistiendo una sonrisa me fui caminando hasta la puerta de la habitación:

—Hola Pá… —pregunté para romper el hielo—

—… —él seguía de espalda y no me respondía—

—¡Pá!… ¡Papi!… —pronuncié en un tono más fuerte—

De repente, escuché como emitió un sonido muy fuerte, como un ronquido profundo. Creí que se había dormido sentado y le pregunté:

—¿Estás bien?…

—Estoy bien… estoy bien… —me respondió—

Nuevamente escuché un ronquido aún más enérgico. Era evidente que intentó tomar aire y no pudo. Al mismo tiempo, contorsionó su cuerpo sobre su espalda formando una “U” y se desvaneció sobre la cama.

De inmediato supe que algo andaba mal. Aún sin poder reaccionar, con el corazón convulsionado, la respiración entrecortada y deseos incontenibles de llorar, me di cuenta que todo dependía de mi para buscar la forma de tomar control y resolver la situación.

Cuando volví en sí, me subí a la cama de un salto. Él había quedado tendido sobre la cama boca arriba. Acerque mi oído a su pecho intentando verificar si respiraba, pero no pude percibir ninguna señal de movimiento u oír su respiración. Tal como había visto en las películas, comencé a comprimir su pecho con mis manos para que pueda recuperar el latido de su corazón. Luego de algunos intervalos de compresión, acerqué nuevamente mi oído a su pecho y nada ocurría. Tampoco sentí sus latidos cuando apoyé las yemas de mis dedos en su yugular. Parecía no reaccionar.

Al ver que la situación no mejoraba, llamé por teléfono a nuestro vecino Raúl, un amigo de la familia que vivía a una cuadra de la casa. No recuerdo las exactas palabras que le dije, pero al notar el tono de urgencia de mi voz, acudió de inmediato y fue a la habitación donde Ernesto se encontraba tendido.

En ese momento, todo se pasó muy rápido a pesar de que lo viví en una cámara lenta interminable. Mis ojos estaban nublados, los sonidos del ambiente no llegaban a ser interpretados y mis músculos se quedaron entumecidos. Mis sentidos empezaron a reducirse hasta el aturdimiento, tornándose todo más que difuso. Me convertí en un espectador parado en la puerta de la habitación. Sin reacción alguna. Mi cuerpo y mi mente colapsaron.

No voy a negar que, a veces, yo lo hacía renegar (como cualquier hijo de vecino). Por ejemplo, cuando él quería ver el noticiario y yo insistía con los dibujitos. O aquella vez, que me olvidé de comprar el mapa político de Argentina y tuvo que salir corriendo a la noche para comprarlo en el centro, porque lo necesitaba urgentemente para el otro día. Pero no me pareció que eran cosas tan graves como para querer abandonarme. Desde algún tiempo atrás, sentía que nuestra relación era inmejorable, que habíamos logrado pulir las asperezas que nos distanciaban. Hasta habíamos vuelto a hablar de fútbol y eso que él estaba enojado con el deporte, desde aquella vez que rompió el carné cuando descendimos.

Me percaté que se había largado a llover con fuerza. No sé que hora era, pero evidentemente ya no iría al colegio.

Mi papá había muerto. El dolor era tan desgarrador que presentí que el mundo, mi mundo, no tendría sentido alguno. Lo llegué a odiar un instante, pensando en la posibilidad de que él preparó su partida por mi culpa. Pero no. No podía ser cierto —recapitulé—. Porque sé que, a su manera particular, me amaba para hacer algo así.

Solo espero que sus últimas palabras “Estoy bien” hayan sido un mensaje de esperanza.

 

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