Mi papá es albañil y en el fondo de casa tenemos un galpón donde guarda las herramientas. Los fines de semana que no trabaja en alguna obra, siempre se pone a hacer algún arreglo en la casa, donde aprovecho para estar a su lado y aprender el oficio.
Uno de esos fines de semana, él estaba por instalar una pileta que le había “sobrado” de un trabajo, en la pared de ese mismo galpón. Me dispuse como siempre a observar y, por consiguiente, aprender el paso a paso que le llevaría la actividad y ayudarlo en lo que necesite. Generalmente, lo que más necesitaba era que le cebe mate.
Por el momento, eran algunos pasos que ya conocía con anterioridad: pico un poco la pared con un cortafierros de punta y una masa, preparó un poco de mezcla que le decía tres por uno (por usar tres partes de arena por una de cemento) en un balde y levantó rápidamente algunas hileras de ladrillos del ocho que previamente había sumergido en unos baldes de pintura que estaban llenos de agua. Una vez que había alcanzado unas cuatro hileras levantadas, se detuvo de repente. Miró hacia sus costados como buscando algo a la distancia y me dijo:
—Por favor, tráeme el bolso azul del trabajo que está arriba de la silla de la cocina…
Deje la pava apoyada en un costado y acudí enseguida a su pedido. En menos de un minuto, ya le había traído el bolso que me había pedido y continué con otra ronda de mates. Me sentí un eficaz ayudante albañilero. Mientras tanto, él terminó de sorber el último mate, abrió el bolso y comenzó a sacar elementos de adentro: un desodorante a bolilla, un pullover rojo, un pantalón jean azul (que tenía un peine en el bolsillo de atrás), entre otras cosas. Parecía no tener fondo por todo lo que salió ahí. Siguió escarbando y, al ver que aparentemente no encontraba lo que buscaba, decidió volver a meter todo dentro y buscar en otro bolsillo que tenía en la parte externa. Metió la mano, hurgó un poco hasta que sentenció un —¡Acá esta!…
Lo que sacó de ahí adentro me sorprendió sobremanera: era como una pilita de maderitas que comenzó desenvolver y estas, que parecían estar pegadas, se comenzaban a alargar cada vez formando un extenso listón.
—¿Qué es eso Pá?—Le pregunte alucinado por la herramienta…
—Esto es un metro sirve para tomar medidas —me dijo y continuó:— es para que quede centrada la pileta sobre las paredes.
Me quedé mudo. Simplemente me limité a observar que hacía. Me acerqué un poco más y veía como apoyaba el extraño instrumento sobre la pared mientras murmuraba números y, con una precisión quirúrgica, hacía unas marcas verticales en la pared sobre el número 10 y 80, luego puso el artefacto en posición vertical y marco dos líneas en donde acusaba el valor 90. Me acerqué un poco más para no perder detalle, pero en ese momento se incorporó de repente y, en menos de dos segundos, volvió a doblar el dichoso “metro”. Ya en su longitud original (en que lo había sacado), lo apoyó encima del bolso que se encontraba al costado. Acto seguido, agregó unas cucharadas más de mezcla de cemento en la parte superior de las recién construidas paredcitas y por sobre las mismas apoyó la pileta. Siempre haciendo coincidir las marcas antes hechas en lápiz, con los bordes de la misma. Golpeó un poco con la cuchara la parte superior derecha para que baje un poco su altura y concluyó con un “¡Listo!”, sentenciando que su tarea había concluido. Tomó la cuchara junto con el balde y se fue a lavarlo en la canilla de adelante.
Mientras tanto, era mi momento de explorar el nuevo instrumento. Lo agarré y no comprendí como era el mecanismo de desenrollamiento. Pude liberar las primeras maderitas donde estaba impreso el 0 y el 100, pero las otras no le encontraba la forma, lo gire por sí mismo un vez y ¡duplicó su largo!. Creí que iba por camino cuando giré nuevamente sobre eje y escuché un crack de desprendimiento. Me había quedado con una mitad en la mano derecha y la otra en la mano izquierda. Quizás era una función habitual del artefacto. Precisamente, en ese momento, se aproximaba nuevamente mi papá y ante mi confusión le digo:
—¡Mirá Pá!… ¡Mirá cuántos metros tengo!…
Su respuesta inmediata: un cachetazo de revés (que él llamaba soplamocos) impactó mi cara haciendome ver unos puntos violetas (que yo llamaba estrellas). Acto seguido, agarró mi mano buena, la apoyó sobre el canto de la pileta recién instalada y me empezó a pegar con una de las nuevas partes del artilugio sobre los dedos de la mano, mientras repetía en voz alta:
—Yo… (¡paf!)… te voy a enseñar… (¡paf!)… cuantos metros tengo… (¡paf!)…