Retrato de posterioridad

Generalmente cuando me aburro en la clase, la manera que tengo de poder escaparme de la misma es garabatear el banco. Dibujarlos con lápiz. He llegado a realizar verdaderas obras de artes. Hoy, casualmente, me acaba de salir un Piccolo digno de admiración. Con sus antenas y todo. Me iba a animar a colorearlo con fibra verde, pero como tardaría mucho en secar, podría generar un enchastre en los puños de la camisa. Entonces, opté por dejarlo como estaba y traer desde mi casa una lapicera verde para finalizarlo. En ese momento, el timbre dio la hora y fue momento de salir.

Al otro día, al llegar a clase, me sorprendió encontrarme con que mi obra de arte se había esfumado, desaparecido del banco. Busqué a mis alrededores y no lo vi cerca. Note que sobre el mismo había restos de un polvo blanco, como el que usaba mi mamá para limpiar la mesada de la cocina. Me percaté que no solo era el mío, sino que todos los bancos a la redonda lucían relucientes, como recién comprados. Recordé que, la portera del colegio, todos los lunes por la tarde, tenía la tarea de limpiar los bancos con ese dichoso producto quita sueños.

Durante la hora siguiente, mientras dibujaba un círculo con un compás para una tarea de matemáticas, me llegó la revelación. A modo de inspiración divina, me puse nuevamente a componer un dibujo en el banco. Esta vez me salió un Bart Simpson genial. Una vez que termine de afinar los trazos con el lápiz, tomé la punta filosa del compás (esa donde se clava a la hoja) y empecé a seguir los contornos de la figura por sobre donde había pasado el lápiz anteriormente.

No convencido del todo, ya que el marrón de la madera de fondo se confundía con el color caramelo de la fórmica de la mesa, tomé la fibra negra y volví a trazar sobre los surcos las líneas. Luego, con la goma del lado azul, borré toda la superficie del dibujo. Cualquiera podría decir que fue un acto de vandalismo pero, para mí, se había convertido en la primera obra de arte que perduraría para toda la posterioridad. Ya nadie, ni siquiera una portera castradora, me robarían las obras. Sentía una satisfacción idéntica a la que habrán sentido los primeros artistas rupestres al grabar sus memorias en las cuevas.

Para completar la obra solo me faltaba la firma. Con lo cual, abajo a la derecha puse “T-Rex” directamente con el compás y repetí el proceso del enfibrado.

***

Al otro día, al sentarme en el banco, noto que alguien había escrito al lado de mi obra con una limpia caligrafía manuscrita:

“¡Que buen dibujo! Lucas”

Me sorprendí al ver el mensaje. Sobre todo, porque en nuestro curso no había ningún compañero con ese nombre. Tarde unos segundos, pero me di cuenta que compartíamos el aula con otro curso de la mañana. Indudablemente, quien me había dejado el escrito era uno de ellos. Me invadía la intriga de saber quién y cómo era, ya que nunca nos cruzábamos con chicos ni de la secundaría ni de la mañana. Con lo cual, proseguí a dejarle una nueva línea con el siguiente interrogante:

“Hola, ¿sos de la mañana, no?”

Pera decidí borrarlo. Era muy obvio que iba a ser de la mañana. Ya tener que esperar una respuesta recién al otro día me generaba una ansiedad difícil de llevar y, si la misma iba a ser predecible, era mejor buscar otra alternativa. Me tome unos minutos y volví a reformular:

“Que bueno que te haya gustado. ¿Qué te gustaría que dibuje la próxima vez?”

Al otro día me encuentro con su respuesta:

“¡Sí! ¡Muy lindo te felicito! Me gustan mucho los Super Campeones, ¿te animas a hacer uno los personajes?”

Por supuesto acepté el desafío y subí la apuesta. Le pedí a Sebas que me preste su álbum y me puse a copiar al Benji Price que figuraba en la contratapa.

Hice el bosquejo con lápiz y me ocupada casi todo lo alto del banco. Me pase todo el recreado afinando los detalles específicos que hacían a la técnica del compás con fibra, hasta que quedo terminado. Al pie le agregué la leyenda “Espero que te guste”. Como al día siguiente iba a ser feriado, su repercusión llegaría luego del fin de semana. No podía esperar el resultado.

***

Cuando arrancó nuevamente la semana de clases, me llamó la atención ver que al lado de mi pupitre se encontraba parada la portera (la delataba su delantal azul) y la directora del colegio. Sentí por un momento un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo.

Cuando me dispuse a sentarme en la silla, con un grito bastante agudo escucho por parte de la directora:

— ¡Mocoso insolente, vaya ya mismo a la dirección y lleve el cuaderno de comunicaciones!…

Agaché la cabeza y saqué el cuaderno rosado de puntitos blancos de la mochila. Al mismo tiempo, la directora me tomaba de la parte posterior del cuello, como para guiarme sin que me pierda hasta la entrada de la dirección.

Voy a ahorrar los detalles discursivos de la directora que, con su sermón de veinte minutos, me hizo llorar a moco tendido. O del coscorrón que me dio mi mamá que rara vez me levantaba la mano, así que debió ser muy serio el asunto. Lo que puedo afirmar, es que a partir de ese momento y, tal como se detallaba en la fotocopia que nos dieron a pegar en el cuaderno, como nueva regla del establecimiento se determinaba que:

“Se encuentra terminantemente prohibida la escritura de los bancos. Cada uno de los estudiantes que lo ocupen, serán responsables de mantener su limpieza y procurar que el mismo se encuentre en óptimas condiciones, evitando de igual forma cualquier tipo de rayón que pueda ocurrirle. Adicionalmente, será controlado por el maestro del aula antes del retiro de cada alumno que esto se cumpla. En caso de no cumplirse, el alumno deberá limpiar con sus propios medios hasta restablecer su condición habitual. De encontrarse alguna ruptura o raya sobre el mismo, el padre del alumno deberá responsabilizarse de forma económica con el costo que esto infiera y, de repetirse la acción, sería conjuntamente expulsado el alumno de la institución. Muchas gracias. La dirección”

***

Y así se terminó, por un largo tiempo, mis ansias de artista. Pero siempre llevo en mi corazón al primer admirador de mis obras.

 

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