No recuerdo si era un sábado o domingo pero estoy seguro que era cerca del mediodía. Desde el patio de mi casa se empezaba a sentir un intenso aroma a asado en las inmediaciones y el calor empezaba a picar. Con una manguera aprovechaba para regar los zapallos de una huerta que, por alguna razón desconocida, había florecido al costado de la medianera. Desde mi posición, veía a Samanta que estaba echada debajo de una vieja bañadera invertida, que hacía las veces de cucha. “Chuic” —le chisté juntado mis labios como un pico y sorbiendo aire por la boca— y con mucho aplomo se incorporó y se acercó hacia donde me encontraba, llevando a cuestas su larga lengua que le ladeaba al costado del hocico. Le acerqué la manguera a la boca y tomó algunos tragos de agua, que parecieron no ser suficientes ya que continuaba con un incesante jadeo.
Lo que más me gustaban de aquellas plantas, era su intenso color amarillo que, a veces, parecía naranjado según como se le reflejara la luz del sol. En ese momento, fue cuando se me ocurrió que sería una buena idea sacar a la perra a dar una vuelta. Como siempre, ella andaba con su collar puesto, así que tome la cadena que estaba arriba de la cucha y uní el eslabón más grande del collar con el gancho de la cadena. Aproveché la acción para preguntarle a mi mamá si podía llevarla a pasear un rato. Ella me contestó que sí, pero que bajo ninguna circunstancia cruzara la avenida que, por aquel entonces, era la única calle asfaltada en todo el barrio.
Aproveché que el alambrado del frente estaba caído y salimos por ese lado. Era mi primera experiencia en la actividad y no sabía bien que debía hacer, entonces deje que ella, como un lazarillo, me guiara hacia donde quería ir.
Pasaron algunos minutos donde nos quedamos en la vereda, hasta que pareció reaccionar y me indicó de un tirón que debíamos tomar el camino de la izquierda. Seguimos en ese sentido, haciendo escalas cada pocos pasos para que huela innecesariamente el pasto, deposite algo de pis, vuelva a olfatear y siga adelante. Ya cercanos a la avenida, decidí que era el momento de retornar, que por ser la primera vez que salíamos era suficiente, así que tiré con fuerza de la cadena para indicarle que volvamos a casa, pero esto pareció haberla asustado y jaló con fuerza de la cadena en sentido contrario. Esto hizo que se me escapara de las manos y que se dirija corriendo hacia la avenida. Se me paralizó el corazón. Corrí detrás de la cadena que se arrastraba por el suelo, intentando pisarla para poder detener su estampida. Obviamente era mucho más veloz que yo y terminó cruzándola. Inmediatamente, se me vino a la cabeza las frases de mis papás que me decían que nunca cruce la avenida solo y eso me paralizó. Había llegado a mi límite en la expedición.
Intenté llamarla desde el otro lado del asfalto “¡Samanta! ¡Samanta!” —Silbándole al final de la oración— pero no respondía. Miré a ambos costados de la avenida para ver si venía algún auto o el 603 y estaba despejado. Quise cruzar pero no tuve el valor. Tampoco había algún vecino a mano a quien pedirle ayuda en ese momento. Todo dependía de mí y no podía reaccionar. Comencé a sollozar de impotencia. Tenía la encrucijada de rescatar a Samanta, pero no podía cruzar la Avenida. Me agaché un poco y grité su nombre con fuerza, mientras golpeaba la palma de mi mano en el muslo para llamar su atención. Fue ahí donde pareció percatarse de mi presencia porque levantó la trompa del suelo, bajó sus orejas y dirigió su mirada hacia mí. De un trotecito, empezó a cruzar el asfalto hasta el otro lado en donde me encontraba aún en cuclillas. Inusitadamente, desde el lado del cementerio, apareció una camioneta F100 a toda marcha y, sin mermar su velocidad, envistió la parte delantera del cuerpo de mi perra. El golpe fue tan fuerte que la hizo girar como un trompo sobre su espalda. Algo desorbitada, casi a la rastra y con su boca ensangrentada, se dirigió finalmente hacia mí. Al llegar a mis brazos, solo le pedía perdón mientras le limpiaba los restos de sangre de su cara con mi remera. A diferencia de mí, parecía estar tranquila a pesar del accidente.
La cargué por debajo de mi brazo y apuré el paso de nuevo hacia mi casa. Volví a ingresar por el alambre caído y la dejé en el fondo. Llamé a mi mamá y le conté la situación. Fue con urgencia al fondo para poder revisarla. La encontró echada debajo de la bañadera complemente ensangrentada. Como no teníamos medios como para poder costear un veterinario, ella me dijo que, de recuperarse, debería ser por su cuenta.
Agarré la manguera que estaba en el suelo, abrí la canilla y me puse a enjuagarle la sangre del cuerpo. Sorbió unos tragos de la manguera, se metió al fondo de la cucha y no volvió a salir.