Pelota de cuero

Había vuelto de ayudarle a hacer los mandados a la tana que vivía a la vuelta, sobre la avenida. Ketchup, el colorado del barrio, había corrido el rumor entre nosotros que ella no entendía bien el cambio de la nueva moneda y, últimamente,  daba propinas con billetes de los verdes a quien le ayude con las bolsas. Me di cuenta que dicho rumor era falso, porque solo ligué dos monedas de 25 centavos por acarrear una pesada carga por más de diez cuadras.

Ya exhausto, pero feliz por la tarea cumplida, fui directo al almacén del barrio con mi botín. Mi intención era la de poder canjear mi remuneración por un capitán del espacio negro. Cuando estaba ingresando, vi que Raúl había dejado unas cajas de galletitas sueltas, vacías en la entrada. Cuando las revisé, una de ellas todavía tenía restos partidos de galletitas que, supuestamente, no podía venderlos porque estaban muy trituradas, pero según pude comprobar minutos más tarde, sumergidos en mate cocido eran lo más. Una mezcla de sabores que solo los restos molidos de galletitas surtidas podían brindar. El día había arrancado de forma prometedora. Me ahorré los gastos del alfajor  y pude tomar un segundo desayuno en lo que iba de la mañana.

Una vez que enjuagué la taza, fui a chusmear que hacía mi papá, que hace rato estaba en el fondo. Sentado debajo de la parra, él frotaba un corcho mojado contra una botella de vino. Le pregunté que estaba haciendo y, según su explicación, con el chirrido que generaba le enseñaba a cantar a los canarios que tenía colgados en distintas jaulitas en el patio. No quise indagar demasiado en el asunto, porque no me pareció una razón muy científica que digamos. En el rincón, del lado de la pared del vecino, vi que estaba la pelota de cuero que los reyes me habían traído hace unos meses. Sus gajos rectangulares aurinegros estaban un poco opacos y, como estaba inflada un poco de más, tenía forma algo ovalada. Alguna que otra costura, se estaba deshilachando. Lo que más llamaba la atención, es que relucía una leyenda que transitaba la mitad de los gajos, con una tipografía impactante. “Pantera” decía. Esa era la marca.

Trataba de ser muy cuidadoso con ella. Nunca la usaba en días de lluvia o barro para no ensuciarla. Además, ya había comprobado que cuando esa pelota se mojaba, al momento de cabecearla, podía dejarte inconsciente de lo pesada y dura que se ponía. La pisé arrastrándola para atrás y la levanté. Con el envión que tomó hice tres jueguitos antes de que volviera al suelo. Le avisé a mi papá que en un rato volvía, pero seguía compenetrado en su tarea. Creo que no terminó de escucharme.

De a pequeñas pataditas trasladé la pelota, por la vereda, desde mi casa hasta la carnicería que estaba a la vuelta. En el trayecto, en mi cabeza se escuchaba un auto-relato de como avanzaba a pelota dominada sobre el equipo contrario. «Del arquero al cuatro, cambio de punta para el siete que se la deja mansa al diez que avanza sin marca…». Al llegar, toqué el timbre de la entrada para dar aviso que había un cliente. Cuando sonó la chicharra de la puerta, la abrí apenas y asomé la cabeza por la rendija entre el marco y la manija y, sin entrar al establecimiento, solté:

—Buenos días Daniel, ¿No me regalaría un poco de grasa?…

—¿Qué haces pibe?¿Ya te hiciste hincha de Independiente? —siempre se despachaba con algún comentario del rojo para variar—

—Gracias a Dios, todavía no…—le respondí, cuando observaba como revolvía algo por abajo del mostrador—

—Agarrá… Si necesitas más avísame… —dio la vuelta al mostrador y me entregó en mano un puñado de grasa envuelto en una servilleta de papel gris y sentenció:—Algún día te voy a llevar para el Libertadores de América y vas a ver lo que es club como la gente. ¿Te conté que esa cancha fue la primera de cemento en Sudamérica?…

—¡Muchas gracias!… No… no me contó… después, a la tarde, vuelvo y me cuenta eso y lo de Micheli y Cecconato a los ingleses, que quedó pendiente de la otra vez—le decía al cerrar la puerta del local—

—Andá pibe, no sabes lo que te perdés… —me retrucó—

Bien es sabido que para mantener la vida útil del cuero de la pelota, había que untarle religiosamente, de forma semanal, el sebo de grasa por toda la superficie. Ya no recordaba cuando había sido la última vez que lo había hecho, pero no había sido recientemente. Eso explicaría el cuarteamiento que ya se podía apreciar en algunos tramos del cuero. Aproveché que ahí mismo, en la vereda de Daniel, había un tupido árbol que me reparaba del sol, así que me senté en la base y comenzar el procedimiento. Primero le pasé toda la grasa alrededor del esférico, lo deje reposar unos segundos y, a continuación, aprovechando la servilleta que me había dado el carnicero, lo froté enérgicamente como quién lustra unos zapatos. Había quedado impecable. Con un poco de olor a bife rancio, pero reluciente al fin.

Cuando terminé y decidí emprender la vuelta, agarré la pelota bajo el brazo para que no se le pegue la mugre porque, entre medio de los gajos, aún estaba fresca la grasa y se le iba a formar una costra de tierra, si la arrastraba por el suelo. Cuando estaba llegando a la casa, me pareció buena idea ver si podía meter la pelota por encima del alambrado y que la misma quede del lado de adentro. Como si el entrelazado fuera las veces de una barrera de jugadores. Entonces, me alejé hasta la calle y apareció nuevamente el relato en mi cabeza: “se prepara Diego Armando Maradona para patear el tiro libre… toma carrera… corre hacia el balón… —ahí fue cuando solté la pelota en el aire, la chuté con todas mis fuerzas y dije en voz alta:— zapatazo del Diego que pasa por encima de la barrera y… —la pelota tomó una comba envenenada, dibujó en el aire una parábola imposible que hizo que bajara de repente y con una velocidad asombra hacia el ventanal de la entrada que… —”.

En ese momento el relato fue interrumpido de forma intempestiva por un estruendoso ruido. Un estallido, como el de una bomba. Había vidrios expulsados para todos lados, con una brutalidad tal, que tuve que agacharme para evitar ser alcanzado por alguna esquirla. Ernesto vino corriendo desde el fondo para verificar que había ocurrido. Se acercó a la ventana, vio los restos de vidrios disipados por todo el living, la pelota del lado de adentro y a mí observando todo desde el empedrado. Evidentemente, no quedaba incógnita para resolver en la ecuación, por lo que su cara se transformó de blanco a bordó en una milésima de segundo.

Mientras él intentaba pasar su humanidad por el marco de una de las hojas de la ventana (intentando salir), yo pensaba que ojala se haya olvidado la llave del portón adentro, para darme tiempo de salir corriendo, no sé bien a donde, pero que sea un lugar donde me salve de la que se me viene.

 

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