Tablas de multiplicar y fustazos

Ernesto, mi papá, es una persona creativa. Siempre por la casa estaba resolviendo problemas o inventando cosas, con una calidad sobresaliente. Por ejemplo, el año pasado, recuerdo que en el colegio nos habían pedido llevar un ábaco, para poder aprender a hacer operaciones. La idea era poder apilar de forma vertical, unas fichas realizadas en cartulina (de distintas formas y colores) que a su vez representaban las unidades, decenas, centenas y miles en distintas posiciones. Mientras todos mis compañeros habían llevado unos hechos con una dudosa calidad, de Telgopor, alambres torcidos y sobretodo mucha cinta Scotch; mi papá, en cambio, se había lucido en construir una estructura de madera de color rojizo con cuatro alambres que le sobresalían de forma vertical (conformando perfectos noventa grados) y equidistantes entre ellos y el borde de la madera. Para finalizar el acabado, recuerdo que le dio una fina capa de barniz marino a la madera y, con una lija fija, pulió los alambres. Sin dudas, era el rey de todos los ábacos.

Esta vez, él había entrado desde el fondo con un extraño instrumento en la mano: una parte de un palo de escoba, de unos cuarenta centímetros, que le colgaba del extremo otra parte de un cinturón de la misma medida. Ambas partes estaban unidas por un encastre en la madera y sujetadas por dos remaches. En el otro extremo, una tira más fina de cuero, hacía las veces de sujetador de muñeca.

— Pá, ¿qué es eso? —indagué—

— Una fusta —me respondió  como si hubiera entendido su respuesta, siguió su camino por la cocina y se perdió por el living—

Como en ese momento siempre tenía a mano el diccionario “Oceano Uno”, me dirigí al mismo para evacuar mi duda. Éste me parecía genial, porque desde el costado de las hojas, se observaban unos calados, en donde se dividía el tomo por el alfabeto y esto facilitaba las búsquedas. Luego de unos segundos de requisa, leí:

“Vara delgada y flexible, generalmente con una correa en uno de sus extremos, que se emplea para estimular al caballo y darle órdenes.”

Evidentemente, por su descripción, se trataba del mismo artefacto. Pero pensé para mis adentros: que raro… si no tenemos caballos.

***

Las del uno y diez eran fáciles. Multiplicar por uno daba el mismo resultado y con la del diez se agregaba un cero atrás. Las del nueve, la resolvía con el truco de la mano. La del cinco, era escribir una secuencia saltando de cinco en cinco. Esas no las tenía que estudiar. Con un poco más de esfuerzo, comprendí que multiplicar por dos equivalía al doble; y si quería multiplicar por cuatro bastaba con volver a sacar el doble del resultado que me dio la del dos. Cuando analicé la del tres, me di cuenta que era lo mismo que multiplicar por dos y sumarle el número que se multiplicaba. Por ejemplo, si quería saber cuánto era tres por cuatro, primero multiplicaba dos por cuatro (que da ocho) y le sumaba nuevamente cuatro; que daba doce como resultado.

Para el resto no había forma. Para llegar a un resultado, debía hacer una suma sucesiva de números. No me parecía el método más eficiente, pero estudiar algo de memoria, sin que pueda deducirlo no me parecía lógico. Encima, mi papá quería que las sepa de memoria y para la mayoría de las metodologías que había aprendido, era necesario escribirlas en una hoja de papel para conocer el resultado. Tampoco me permitía contar o hacer ademanes con las manos, con lo cual la del nueve quedaba descartada. No le encontraba la vuelta para memorizar ochenta y un combinaciones posibles; o la mitad, con suerte, si era lo suficientemente hábil en el momento para interpretar el cálculo y podía aplicar eso de que “el orden de los factores no altera el producto”; y era lo mismo multiplicar ocho por siete, que siete por ocho. Sufría y mucho. Ernesto en cualquier momento, lugar o circunstancia, podía sorprenderme, al pasar, con un “cuanto es tal por tal”… y tenía que saber la respuesta de inmediato, porque sino debería sufrir las consecuencias. Lo peor de todo, es que cuando no sabía la respuesta, mi mamá me reprochaba con un tono de voz desinflada y peyorativa, que si no estudiaba iba a terminar siendo albañil como mi papá. Para mí, ese era un mensaje muy confuso y pensaba: cuándo yo estaba en su vientre, ¿ella esperaba que su hijo sea como su padre?…

***

Un domingo a la mañana, escuché que me llamó desde el techo de la casa. Con mucho esfuerzo, pude subir cada uno de los peldaños de la escalera, que estaba apoyada sobre una de las paredes. Una vez que me pude trepar a la terraza, me acerqué a él y me dijo:

—Siéntese ahí… —señaló con la mirada un ladrillo del doce que estaba a un costado, mientras le pasaba una cuchara por encima de un pedazo de membrana que desbordaba brea, como si fuera la mayonesa de un sánguche—

Se ve que era un tema serio, porque realmente nunca me trataba de Usted. Terminó de pegar el pedazo de membrana en el techo, apagó el soplete, revolvió entre su bolso azul y sacó una hoja de papel. En la misma, tenía escritas las tablas de multiplicación del 1 al 10. Con una perfecta caligrafía y separado en cinco columnas y dos filas. En cada recuadro, que formaba la unión de la fila con la columna, se visualizaba los resultados de cada número que se multiplicaban del uno al diez. Comenzando en la parte superior izquierda por el uno; y finalizando con el diez en la parte inferior derecha. Como estaba escrito con birome, seguramente lo había elaborado él mismo. Me dijo con voz firme:

—Estudie de esa hoja, que en un rato le voy a preguntar… —encendió nuevamente el soplete y volvió a trabajar con el mismo—

Miré para todos lados y no tenía escapatoria. Desde el techo no podía huir para ninguno de los costados. Éramos él, la hoja de las tablas de multiplicar y yo. Sentado al sol, sobre el ladrillo, leía y repetía una y otra vez, en voz alta, cada una de las alternativas de multiplicación. Era como una oración interminable. Un rosario de números que nunca concluía. Luego de algunas pasadas y algunos metros más de protección anti humedad en el techo, se incorporó del suelo, apagó el soplete y me solicitó la hoja. La dobló a la mitad y se la guardó en el bolsillo de atrás del pantalón. A todo esto, yo estaba mirando hacia la entrada y él estaba a mi derecha, es decir que no cruzábamos miradas. Había tensión en el aire. Miré al cielo y sabía que, en cualquier momento, iba a comenzar la lluvia de preguntas:

— ¿Dos por cuatro? —llegó su primera pregunta—

—¡Ocho!—respondí mientras sumaba rápidamente dos veces cuatro—

—¿Seis por siete?—volvió a indagar—

—…—dudé unos segundos, no sabía la respuesta y notaba como se impacientaba, resopló y gritó enojado:—

—¡Seis por siete!—Yo repasaba mentalmente en mi cabeza el resultado, sabía que seis por seis era treinta y seis y le debía sumar seis más para llegar el resultado y le respondí:—

—Cuarenta y dos…

—¡Ocho por ocho!…—preguntó de inmediato y por alguna razón con el mismo tono enojado—

—Emm… —no sabía la respuesta—

—¡¡Ocho por ocho!!…—lo dijo de forma más enérgica—

—…—Aún no daba la respuesta, me demoraba unos segundos más, porque mentalmente a noventa le estaba restando dos veces ocho—

De repente sentí un golpe seco en la espalda. No era raro que me golpeara a esta altura: siempre me sacudía con lo que tenía a mano, incluso una vez hasta me dio un coscorrón con un pan flautita que, para peor, tenía algunos días ya y estaba un poco duro. En el mejor de los casos, la mano venía vacía y llegaba en forma de revés. Pero esta vez, la textura del golpe era distinta. Cuando empecé a descomprimirme del acto reflejo de agacharme un poco, subir los hombros y taparme la cabeza, miré para su lado (con la vista ya empañada) y me percaté que tenía la fusta en la mano. Había sido un fustazo. En el lomo. No pensé que ese elemento tan raro que él había creado hace unos días atrás, iba a ser utilizado para el mal. Y menos aplicado hacia mi persona.

Para colmo, se empeñó en seguir una media hora más con la inquisición tablística y, ya más concentrado en el costo que en el beneficio de responder, pude sortear el escollo solo con unos cinco o seis rebencazos en la espalda. Como él debía volver al trabajo y se acercaba el horario del almuerzo, me dijo que ya podía bajar y no lo dudé un segundo. Con lágrimas en los ojos, ardor en la espalda y preguntándome por qué razón era tan importante para mí papá que sepa las tablas de multiplicar, descendí por la escalera más rápido de lo que lo haría un bombero.

Creo que en el fondo, él sabía que pronto mi conocimiento escolar superaría al suyo y quería asegurarse de que me podía transmitir alguna enseñanza. Lo que él no sabía, es que los métodos por los que había deducido los cálculos, se debían a que, de alguna manera, me había transmitido su creatividad para no tener que utilizar la memoria para un simple cálculo matemático. Pero eso, no parecía importarle.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *