—Esto no es moral, es antiético como para empezar a hablar… —me repetía en voz alta mientras caminaba al lado de la avenida—
Eran diez cuadras las que me separaban de mi objetivo. Aminoré la marcha para poder pensar mejor el asunto. Era evidente que, por la forma en que se revolvían mis tripas, algo no andaba del todo bien. No tendría que haber escuchado a Jorge, que me insistía que era algo que debía hacer por el bien de todos. O al colorado, que insinuó que si me echaba para atrás era un cagón, que los líderes como Belgrano o San Martín nunca abandonaban. Para colmo cuando llegó el pelado, los tres empezaron a cantarme, al unísono y saltando como si estuvieran en el paravalanchas de la cancha: «sos cagón, sos cagón, Quilmes sos cagón…». Y eso me envalentonó. No lo puedo evitar, cuando me acusan de cagón, esa palabra me subleva, me enerva tanto la sangre que siento una adrenalina que me lleva a realizar cualquier acto. Ellos lo sabían y, trascartón, no solo me habían insultado a mí, sino también a toda la parcialidad cervecera.
—Los cagones no hacen historia…—Jorge me repetía mientras me palmeaba la espalda—
Yo podría ser cualquier cosa, pero nunca un cobarde. Esa afirmación ya me había envuelto, anteriormente, en incontables problemas. ¿Por qué sería este caso diferente?… prefiero pensar que esta vez accedí a realizar el sacrificio por el bien del grupo. Además, ellos me dijeron que me iban a acompañar y apoyar en todo momento, que para no llamar la atención, se iban a quedar a unos prudenciales metros de distancia observándome que todo fuera bien. Pero a la segunda cuadra, cuando cogotié para atrás, ellos ya no me flanqueaban. Estaba solo con mi conciencia:
—¡Pero si fue esta semana que el profesor de catequesis nos habló del séptimo mandamiento!¡Me voy a ir al infierno!…—seguía repitiéndome en voz alta, cuando ya estaba a tres cuartos de camino—
Chisté, intentando frenar mi cuestionamiento. Era la última semana, la última oportunidad, por eso era tan importante que lo haga. Para la semana que viene ya no tendría sentido. Era hoy o nunca. Habíamos agotado todas las posibilidades, sino no hubiéramos llegado a este punto. Era como decía el pelado: nadie se daría cuenta y, de notarlo, ya sería tarde para cuando me haya ido. Podrían pensar que solo fue un error de un niño, nada más que eso. No podía volver al barrio con las manos vacías. Me imaginé la mirada reprobatoria que pondrían los tres y, ahora un poco más decidido, aproveché que en este tramo había vereda de cemento y apresuré la marcha. A esta altura, ya no me importaba ir preso por el acto.
Di la vuelta en la esquina y ya podía divisar, a mitad de cuadra, la marquesina del mercado que estaba apostada en la entrada. Estaba más cerca que nunca, eran solo una cuestión de metros que los caminé con rapidez. Ni bien llegué a la entrada, me quedé observando unos minutos hacia adentro, analizando la escena, viendo las alternativas de fuga si algo salía mal. Tenía que ganar tiempo, esperando que el gallego terminara de atender a la clientela. Lo mejor era llevar a cabo el asunto cuando no haya nadie adentro porque, si el viejo se retobaba, se pudría todo con la gente ahí y no estaba para complicaciones.
Luego de unos diez minutos de espera, por fin salió el último cliente. Era el momento exacto en el que decidí entrar. Me sudaban las manos a chorros y eso que el frío se sentía en los huesos. Ahora estábamos los dos solos, frente a frente. Era el momento de la verdad. El me miró de arriba hacia abajo, como examinándome con la mirada. Hubo unos segundos de incómodo silencio. Fue entonces, cuando llevé el morral que traía colgado, de atrás hacia delante; le desabroché el botón y pispié adentro para comprobar que allí estuviera. Y ahí estaba, con su cubierta brillosa al alcance de mi mano.
Ahora sí, era el punto de no retorno. O lo hacía o me echaba para atrás, no había término medio. Amagué a agarrarlo y también a abrochar el botón del bolso de nuevo, las dos cosas al mismo tiempo. Era la duda que me invadía y se apoderaba de mi cuerpo. Dudé, porque es en ese momento cuando está permitido dudar. Poray, Manuel Belgrano había dudado si los bastones de la bandera iban a ser verticales hasta último momento, cuando se decidió, por fin, por las rayas horizontales; o José de San Martín, quizás recapacitó y se dijo a sí mismo: «No, es mejor que crucemos Los Andes en verano, así que esperemos al próximo año»… y sin dudas fueron elecciones sabias y acertadas, que no le quitaron ni una astilla a su heroicidad. No era hora de seguir el consejo de mis tripas que se estrujaban con más fuerzas que nunca; ni tampoco la señal de mi mano, que en este punto (ya dentro del bolso) temblaba como un Rastrojero fuera de punto. Y entonces, el silencio se interrumpió:
—¡Buenos días niño!¿Qué queréis llevar? —curioseó el dueño del establecimiento desde el otro lado del mostrador—
Tragué saliva para aclarar mi voz y, a la vez, descomprimir mi mandíbula que estaba agarrotada de los nervios. Busqué pronunciar las palabras correctas, lo más claro que pude:
—Buenos… días…—me salió con un tono algo quebrado, al mismo tiempo que desde adentro del bolso, tomaba fuertemente el elemento con mi mano. Decidí sacarlo lentamente y, una vez que asomó por fuera del morral, extendí rápidamente el brazo y lo apunté a su pecho, que era lo más alto que podía llegar… y continué:—vengo… vengo a cambiar el álbum lleno por el premio…
—Venga, a ver… —mientras tomaba la revista que le había ofrecido con una mano y, con la otra, se calzaba los lentes en la punta de la nariz que tenía colgado del cuello; ahora tenía puestos dos lentes porque no se había quitado el otro—
Vi como en ese momento, empezó a ojear con detenimiento cada una de las formaciones mundialistas. Por donde se encontraba, ya había pasado por los equipos de Argentina, Bélgica y Brasil (estaban ordenados de forma alfabética, Alemania estaba como Deutschland y terminaba con Yugoslavia). Cuando comenzó a pasar la hoja de Brasil y estaba en el aire la siguiente, mi corazón se aceleró a un ritmo que parecía a punto de estallar. Él miró rápidamente la de Camerún y Costa Rica y volvió a dar vuelta la hoja. Cuando terminó de apoyarla, mis pulsaciones bajaron a cero. Creí que me desvanecía en ese mismo instante, sin embargo permanecí estoico.
Verificar el resto del álbum le llevó unos eternos minutos, pero la peor parte ya había pasado. Cuando lo terminó de analizar, lo cerró y lo dejó encima del mostrador boca abajo. Se descolgó los lentes más pequeños de la punta de la nariz, suspiró y soltó:
—¿Qué queréis la pelota o la muñeca? —con un tono irónico—
— No, no… la pelota por favor…—le respondí de inmediato, mientras señalaba el esférico que tenía colgado dentro de una bolsa de red del techo—
Dio la vuelta al mostrador, trayendo un banquito entre sus manos. Se subió al mismo y con una tijera que tenía dentro de su delantal, cortó el hilo que sostenía la pelota con el techo. La tomó con su antebrazo, mientras hacía un ademán con el cuerpo al bajar, tras una inminente pérdida de equilibrio que compensó al tomarse del mostrador. Ya por fin a nivel del suelo, se inclinó un poco a mi altura y me dijo:
—Aquí tienes niñito…— entregando la pelota con una mano y con la otra agarrándose la cintura para incorporarse—
Abrí los ojos gigantes, tomé la pelota, la metí adentro del morral y, sin mediar palabras de agradecimiento, me fui lo más rápido que pude (casi al trote) del almacén. Agarré primero por la vereda y luego doblé para el lado de la avenida para volver al barrio. En el ínterin, reflexionaba (y me intentaba convencer) que había sido un crimen perfecto y sin víctimas. Porque, en definitiva, eran negros cameruneses y a la distancia se ven iguales. Como cuando vimos el partido contra Argentina, que si no fuera por el número de sus camisetas o sus posiciones, sería imposible reconocerlos. ¿Quién pudiera notar, entonces, que ante la falta de la figurita doble de Ebongue/Biyik pegamos otra vez la de Massing/Ebwelle para llenar el álbum?… al menos don Andrés no lo notó y creo que las madres de los futbolistas tampoco lo hubiesen notado…