Mi abuelo Pablo

Era una cálida melodía. Como una especie de arrullo. Un tarareo que escuchaba a lo lejos y cada vez se hacía más fuerte. Por alguna razón, al principio no la oía cercana pero, de a poco como en un in crescendo, de lo que creía ser un tarareo ahora escuchaba la letra con claridad: «Pajarillo, pajarillo, que vuelas por el mundo entero, llévale esta carta a mi adorado y dile que por el me muero». En ese instante escucho que la melodía fue interrumpida por un fuerte mugido de vaca. Y nuevamente la voz repitiendo el estribillo, pero esta vez con un tono más fuerte. ¿Un mugido de vaca? Pensé por mis adentros. Esa pregunta me hizo incorporarme de repente.

Me encontraba en una cama extraña, donde nunca había estado. No era solo eso, no reconocía tampoco la habitación. Ya sentado en el catre, me di cuenta que tenía al lado un ventanal desde donde provenía la melodía que estaba escuchando. La voz del otro lado, me parecía muy familiar. Cuando asomé apenas los ojos por la ventana, la misma daba a un corral en donde una persona con boina y de espaldas; sentado en un banquito pequeño de madera, estaba ordeñando una vaca. Con mucho entusiasmo, aquel hombre sobaba las ubres del animal y estrepitosos chorros de leche iban a parar a un balde de chapa en el suelo. El golpeteo del chorro de leche en el balde, estaba sincronizado al compás de la melodía.

Fue en ese momento, cuando me di cuenta que la ventana se encontraba entreabierta. Entonces, decidí abrir la ventana para hablar con esta persona que allí se encontraba. Para mi mayor sorpresa, al momento de comenzar a entornar una de las hojas lo hice con  mayor fuerza de la esperada, por lo que, intempestivamente, esta salió disparada y chochó contra la pared, generando un fuerte estruendo. La persona que estaba sentada en el banquito se sobresaltó, encogiéndose de hombros en la misma acción. Soltó las ubres de la vaca,dio apenas medio giro de la cabeza y me observó por sobre su hombro:

— ¡La pucha!… ¡Que susto me pagaste!…—me dijo el señor allí sentado, ahora podía distinguir que era un hombre mayor por la arrugas que su cara vestía. Me llamó también la atención que entre medio de esas arrugas tenía una prominente mancha negra en su mejilla. Desenroscó su cogote, miró para adelante para seguir con el ordeñe y con la canción que antes estaba cantando, esta vez lo hacía por medio de silbidos.

— ¡No se dicen malas palabras! —decidí retrucarle

— Pucha no es una mala palabra… —mientras se levantaba del banquito donde se encontraba. Se levantó los pantalones un poco más arriba de la cintura y, con la mano derecha, tomó desde la manija el balde del suelo y con la otra el banquito. Giró sobre su eje y comenzó a caminar, con una leve renguera, hasta la ventana en donde me encontraba asomado.

— ¿Quién es Usted?¿Dónde estoy?…—pregunté confundido

— Es lógico que no te acuerdes de mí, porque en realidad nunca llegamos a conocernos. Lávate la cara que la abuela te está preparando café con leche en la cocina.

— ¿La abuela?¿Qué abuela?… ¿dónde estoy?…—pregunté aún más confundido

— La abuela María. Estamos en Alpachiri. Hoy es un día muy especial y quería saludarte. —me dijo mientras señalaba (sin dejar de sostener el balde) un calendario gigante colgado en la pared, donde tenía marcado con birome un circulo en el día de hoy y, arriba del mismo, una floreada escritura manuscrita (que no alcanzaba a identificar lo que decía por la distancia) y continuó: —dale dale, anda rápido enjuagarte la cara. Doy la vuelta y nos vemos en la cocina, que tengo algo importante que contarte…—ahora sí había dejado el balde en el suelo para revolverme el pelo enérgicamente. Eso me hizo sonreír y me quedé observándolo mientras salía del corral, con su renguera a cuestas y tarareando la misma canción de antes. Ahora si sentía el olor a las tostadas y del café que venían del cuarto de al lado.

En ese preciso momento, sentí que me zamarreaban de los pies con fuerza. Me había vuelto a despertar, esta vez el lugar me era más familiar. Estaba en mi colchón. En mi habitación. En mi casa.

— ¡Levántate que nos tenemos que ir con papá!… — era mi mamá la que me lo decía casi a los gritos.

— ¿Qué pasó? —pregunté mientras refregaba mis ojos para despabilarme

— Recién vino Mirta que llamaron de La Pampa —por aquel entonces Mirta, la almacenera, era la única persona del barrio que tenía teléfono— y nos dijo que falleció tu abuelo Pablo y con tu papá nos tenemos que ir para allá.

— ¿Y Papi?…

— Ernesto se fue al almacén, porque lo iban a volver a llamar. Cambiate así te llevamos de tu tío, para que te quedes ahí estos días. No te lo quiero volver a repetir. No me hagas enojar.

Ahora entendía lo que había pasado: cerré los ojos con fuerza para volver a dormirme y buscarlo nuevamente en el sueño, pero ya era tarde y no lo volví a encontrar. Nunca me dijo su nombre pero ahora sabía que era él. Fue ahí cuando conocí a mi abuelo Pablo.

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