La camiseta azul

Antes de doblar la esquina, habíamos salido de una acalorada discusión, donde estuvimos a segundos de irnos a las manos. Él había sugerido que el Capitán del Espacio era el mejor alfajor del mundo (en realidad dijo el universo, pero creo que exageró un poco). Yo como ortodoxo consumidor de alfajores, no podía estar más de acuerdo con su frase. Pero, para poder generar debate y no se tornara aburrida la charla de regreso, le empardé el asunto con el Fabulandia.

Esto hizo que se quedara rumiando la situación. Digo rumiando porque Seba cuando pensaba (o se enojaba en el peor de los casos), se le veía a los costados de los cachetes como apretaba y soltaba las muelas repetidamente, como mascando un chicle invisible. Fueron dos o tres cuadras, donde solo lo escuchaba resoplando fuertemente por la nariz. Haciendo mea culpa, creo que el error fue de mi parte, al agregar al final de mi argumentación «ese que viene con un librito, como el de tu hermana». Como, en realidad, yo era acérrimo defensor del Capitán del Espacio, decidí dejar la competencia en tablas y romper el hielo con alguna frase:

—Me parece que no me puse la ropa que me tenía que poner… siento frio en los huesos…—en ese momento Seba destrabó la mandíbula, frenó su paso, me miró detenidamente e indagó:

—A ver, levántate el buzo…

No entendí bien su duda, pero empecé de a poco a levantarme el buzo que tenía puesto y a los pocos centímetros del izado me interrumpió.

—Pará, pará… ¿vos sos boludo?… —me lo quedé observando con los ojos entrecerrados, sin interpretar la pregunta— ¡con razón!…—finalizó su frase y continuó su caminata esta vez a un ritmo más ligero. Con un pequeño trotecito, lo alcancé enseguida y lo agarré del antebrazo para frenar su marcha:

—¿Qué te pasa?…

Palpeó su bolsillo izquierdo de atrás, introdujo su mano y sacó una tarjeta plastificada con la imagen de San Cayetano. Señaló debajo de la misma donde tenía el garabato de una firma que decía Gáspari.

—¿Lo viste?… Esa la tenía mi viejo desde el ochenta. Me hizo prometer que me la regalaba, con la condición de que siempre la lleve cuando el equipo juegue de local…

Volvió a guardar la imagen en el bolsillo izquierdo del jean y, de forma frenética, del otro sacó la billetera, donde me mostró el carné de socio del abuelo (ya fallecido hace un tiempo). Sin emitir palabra alguna, solo levantó sus dos cejas al unísono, aguardando mi consentimiento. Asentí sin entender bien a donde iba. Lo guardó otra vez y, con la misma mano que aún sostenía la billetera, se escarbó el cogote con el resto de los dedos, hasta que asomó una medallita con el escudo y afirmó:

—Éste me lo compré a la entrada de la cancha de Boca, cuando le empatamos sobre la hora, con dos menos y en tiempo de descuento. Desde ahí que no me lo volví a sacar.

Al mismo tiempo, se levantó apenas las botamangas del pantalón y me pude ver unas horribles medias de vestir de color bordó y siguió:

—Hoy antes de pasar a buscarte, las descolgué de la soga y me las puse casi mojadas, porque la última vez que no las usé nos golearon en Parque Patricios. ¿No te das cuenta que nunca agarramos por Esquiú y entramos por Lafinur a la cancha?¿Te pensás que es casualidad que siempre vamos al costado derecho del arco en la tribuna?… Mirá, mirá… —Por último sacó de su bolsillo de adelante, un pañuelo de tela, que estaba anudado en cada uno de sus cuatro extremos. Sus ojos ahora estaban brillosos. Hablaba muy en serio y remató:

—Yo siempre llevo la blanca y vos la azul. La semana pasada ganamos con la azul y vos tenías que traerte esa, no la blanca…

Me quedé abrumado, ahora entendía todo. Me sentí pésimo. Responsable. Fui yo el que rompió la cábala. Fue mi culpa, mejor dicho, la de mi camiseta blanca, que no entrara el bombazo que dio en el travesaño a los dos minutos de juego; y que el lineman, no levantara el banderín en ese gol claramente en orsai que nos metieron de contra en la misma jugaba. Sin dudas esa acción habría cambiado el rumbo del partido. Mientras asentía en silencio con el movimiento vertical de mi cabeza, escuché que Sebastián me decía, en voz baja y a regañadientes:

—No viejo, con vos no vengo más…

***

Fue a partir de ese momento que decidí llevar siempre (y pase lo que pase) la misma camiseta azul; aunque ahora, con el pasar del tiempo, ya se encuentra bastante percudida y me empieza a ir corta a la altura de la panza. Gracias a la misma logramos volver a primera.

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