Los Comepigüís, eran una familia que se habían instalado ya hace un tiempo, cerca de la estación y nada se sabía de ellos. Para hacer honor a la verdad, el apellido que figuraba en su buzón era «Comepeewee»; pero como la maestra Graciela nos había explicado en su momento y hasta donde ella sabía, parecía ser un apellido de origen inglés y la conjunción de las dos letras «e» seguidas, se pronuncian como si fuera una «i». Y por eso prefería llamarlos así, como si fueran una etnia aborigen: una mezcla entre comechingones, diaguitas y guaraní.
Cada vez que salíamos del colegio, los tres nos deteníamos un rato enfrente de su casa, al otro lado de la calle, como si estuviéramos montando una guardia, para recabar información sobre ellos. No percibíamos movimiento dentro de la casa, salvo por esta vez, donde un hombre de camisa blanca había salido a la vereda para sacar la basura. La dejó en el canasto, miró para ambos lados de la calle mientras se ajustaba los tiradores y, cuando miró al frente, nos clavó fija la mirada y frunció ambos seños. Acarició su rojiza barba con una mano, mientras que con la otra nos señalaba repetidas veces con su dedo índice y pronunciaba, en voz alta, unas palabras que no pudimos interpretar; pero, a juzgar por su tono, no era algo bueno ni bonito. Sin intenciones de entablar contacto alguno, los otros dos me tomaron por debajo de las axilas (para ayudarme a no quedar rezagado) y salimos disparados a toda velocidad, ellos corriendo y yo rengueando, para alejarnos lo más rápido posible de allí. Nos detuvimos a las pocas cuadras, cuando la falta de aire en nuestros pulmones ya era tan evidente que nos iba a hacer desvanecer si continuábamos unos metros más.
Luego de las primeras bocanadas de aire fresco, para que nuestros corazones vayan retomando su ritmo habitual, fui el primero que tomó la palabra y comencé a elucubrar una especie de biografía como si fuera extraída de un libro:
— El señor Charles Comepigüí nació en Inglaterra. Al sur más precisamente, en el seno de una familia de campesinos. Era hijo único y vivía sólo con su mamá, ya que su papá se encontraba en prisión…
— Por robar dos gallinas… —Acotó Jorge
— ¡Y un pato!… —Añadió Leandro, y proseguí:
— Debido al hurto de tres animales de la granja vecina: dos gallinas y un pato. Por ese crimen fue sentenciado a una pena de dos años de reclusión, que cumplió sin mayores sobresaltos. Poco después, se vio envuelto en una trifulca donde John…
— ¡Harry se llamaba!… —Interrumpió Lean
— Donde Harry, perdón, golpeó a un marinero dentro de un bar; con tal mala suerte que cuando éste cayó, estrelló su nuca contra el filo de un banco y perdió la vida al instante. Harry fue sometido a juicio, en donde se lo declaró culpable y se lo condenó a la pena capital. Fue colgado al viernes siguiente frente a una multitud en la única plaza del pueblo.
— La madre de Charles, de nombre Lilly Adams, soportó la situación lo mejor que pudo. Realizaba trabajos de costura para tener unos ingresos adicionales y se sustentaban por medio de la crianza de ovejas, que estaban a cargo del menor. La vida continuó así por varios años, sin mayores contratiempos hasta que ella contrajo una enfermedad terminal que le quitó la vida en unos pocos meses… —Había agregado Jorge y continuó Lean:
— Charles, ya a la edad de treinta y cinco años, se encontraba casado con Amy Griggs, que le había dado a su primogénito de nombre Will. Aburrido de la vida de campo, decide vender los terrenos de la granja y, junto a su señora, se prometen subir al primer barco que desamarre del puerto para iniciar una nueva vida. En diciembre de ese mismo año se suben al «Queen Mary 2» que, unos quince días después, los desembarcó en el puerto de Buenos Aires… —Desde ahí volví a retomar el relato:
— Luego de recorrer distintas ciudades y rentar una temporada una casa en la ciudad de Avellaneda, por fin decide instalarse definitivamente en una vivienda que se encuentra a unos metros de las vías del tren, de la estación de Ranelagh, seducidos por el pintoresco estilo arquitectónico ingles del barrio. Al poco tiempo, nota que de forma diaria tres individuos de baja estatura y edad, merodean la cuadra y vigilan sus movimientos. Refugiado en la paranoia de su hogar, planea durante semanas cual sería la forma ideal de abordarlos. Asumía que, a esa altura, era la vida de él o la de ellos. Su obsesión era tal, que descuida su higiene personal y deja de afeitarse al ras como era su costumbre. Pasó semanas donde solo se alimentaba a líquidos y de los vegetales que le proveía la pequeña huerta del fondo de su casa, ya que temía salir a realizar compras. Es por eso que comenzó a usar los tiradores: su pantalón más pequeño, ahora le resultaban holgados por lo menos en dos números… —Jorge apuró el relato:
— Una tarde, ve nuevamente a los individuos que están fuera de su domicilio. Los observa de refilón por el espacio que deja entrever la cortina con la ventana. Lo medita una y otra vez. Sorba dos tragos largos del whisky que se había preparado no hace mucho. Se envalentona y se dirige a la cocina. Toma el revolver calibre treinta y ocho que guardaba en la parte superior de la despensa. Se lo coloca en la parte de atrás del pantalón y se quita un poco la camisa para taparlo. Además, aprovecha que esta en la cocina, anuda la bolsa negra de basura y la traslada a la rastra por todo el living. Convencido de su acto, abre intempestivamente la puerta, llega a la vereda y deposita la bolsa en el canasto. Verifica para ambos lados que no haya ningún testigo ocular que pueda comprometerlo. Se toca la barba para quitarse las gotas de alcohol que lo molestaban y comenzó a emitir disparos a discreción, abatiendo a los niños que se encontraban en la vereda de enfrente mientras gritaba a los cuatro vientos consignas antisemitas… — Tomé nuevamente la posta:
— Al igual que había ocurrido con su padre, fue rápidamente enjuiciado y encontrado culpable por cometer un triple homicidio, agravado por el uso de arma de fuego. Quiso alegar demencia, pero su pedido fue denegado. Fue entonces sentenciado a cumplir cadena perpetua por su acto.
— Todo tiene sentido ahora, viste que había algo raro en esa familia y teníamos que investigar. El tipo resultó ser un asesino… —Sentenció Lean, mientras con Jorge asentíamos con nuestras cabezas, en señal de completa aprobación