Jugando a la bolita

El sol del mediodía me encontraba sentado en la vereda. Fue ahí cuando Jepe, el garrafero que vive al lado de mi casa, abrió el portón de la entrada. Estaba por hacer su recorrido por el barrio, ya que detrás de su bicicleta, llevaba un carrito enganchado con una carga de unas seis garrafas de diez kilogramos. Sabía a la perfección su recorrido, porque varias veces lo había acompañado montado sobre su carrito: arrancaba por la calle 140 hasta el fondo; luego daba la vuelta por la derecha y retomaba por la 142 hasta la avenida y, de ahí, seguía por la misma hasta el Barrio Luz. Últimamente se lo notaba muy preocupado, ya que la municipalidad había comenzado con el zanjeo para el entramado de gas natural. Y, como es de esperarse en estos casos, dejaría de ser rentable.

— Buenos días Don José… ¿cómo le va?…—lo saludé por su nombre, eso de Jepe era algo de los pibes del barrio y preferíamos que no lo sepa, por las dudas si se ofende

— ¿Qué haces nene? ¿No me querés acompañar hoy? —Mientras terminaba de sacar todo el acoplado de la bicicleta a la calle y le ponía llave al portón de alambre

— No, es que estoy esperando a mi papá… ya sabe… hoy es día de feria y tengo que ayudarlo a descargar las bolsas vio… —le confesé sin más

— Bueno, mañana será otro día… — respondió al dar las primeras zancadas en los pedales. Si bien su andar era lento, a los pocos segundos perdí de vista la silueta de su cuerpo y, apenas, se lo escuchaba entonar la marcha peronista que acompañaba su viaje.

Cuando bajé la mirada, todavía se veía el opi donde el Japo me despeluchó más temprano. Me retorcí de bronca y le refregué el pie en un intento de romperlo. Las primeras ojos de gato no me di ni cuenta, pero cuando me ganó el bolón, todo se volvió nuboso. Para peor, cuando quise recuperarme perdí también el acerito de la suerte. Con esa siempre había ganado. Hasta hoy. En dos movimientos, él metió su bolita en el olli y, al siguiente, me quemó. Creo que la forma entrecerrada que siempre lleva en sus ojos, le da una sagacidad sobrehumana para este tipo de cosas y, justamente, donde ponía el ojo ponía la bolita. Cuando me quise acordar, rebusqué en los bolsillos de mi pantalón y solo encontré una lecherita; que, bien es sabido, generalmente vienen ovaladas y no sirven para el juego. Estaba en la lona.

Lamentándome, me recriminaba para mis adentros que tendría que haber acompañado a mi papá a la feria: si hubiera ido con él, seguramente todavía tendría mis bolsitas e, incluso, ligaba alguna más. ¡Como pude perder el bolón! ¡Y el acerito!… Pensándolo bien, siempre había caído en desgracia cuando se trataba de las competencias. Para el chupi y los tazos era de terror. De repente me acordé del metegol, pero tampoco… nunca jamás le pude ganar una ficha a Benja y eso que él era el más flojito del colegio, aunque tampoco podía hacer mucho con una sola mano buena. Debía repensar en que deporte podría destacarme, porque esto no me estaba resultando.

A todo esto, Ernesto estaba demorando su regreso más de la cuenta. Probablemente debía venir muy cargado, pensé. La bajada que desemboca al Barrio Marítimo te ayuda en la ida, pero a la vuelta se transforma en una cuesta arriba que, la mayoría de las veces, la tenía que hacer caminando a la par de la vieja colorada (así es como él llamaba a su bicicleta) porque no le daban las piernas para subir pedaleando. Por eso, prefería quedarme: el viaje a la feria es todo diversión hasta el arroyito, pero a la vuelta, con todas las bolsas en el portaequipaje, ya no puede llevarme y hay que hacer todo ese tramo a pie y, como dije antes, en pendiente. Era preferible quedarme haciendo algo más productivo. No sé si perdiendo las bolitas, pero quedarme en casa al fin.

En eso, veo que alguien se me acerca por el costado y me toma del hombro. Intento focalizar su cara pero la resolana no me lo permitía. Hice viserita sobre los ojos y ahí lo vi, era Kétchup:

— Hola… ¿me puedo sentar?… —dijo mientras se apichonaba al lado mío, antes de mi respuesta, y prosiguió: —vengo de acá a la vuelta, de la casa del Japo. No sabes lo que pasó… —Interrumpí inmediatamente:

— No me digas nada. Hoy a la mañana me vino a jugar y me dejó secó, seguro que a vos…

— ¡Esperá!… resulta que estaba en la vereda haciendo una Troya repleta y me preguntó si quería jugar de verdi…

¡Ya se!… le dijiste que sí y te ganó todas las bolitas…

— ¡Esperá!… le dije que sí, que armara todo, que iba a mi casa y volvía. Cuando volví, medimos línea…

— ¡Puf!, seguro que la dejó al lado de la línea, tiró primero y saco todas las bolitas de un saque y…

— ¡Esperá!… no, resulta que bandeó y yo quedé más cerca de la línea…

— ¿Te ganó todo cuando saco de segunda mano entonces?…—ya un poco ofuscado por mi interrupción, decidió levantar un poco la voz:

— ¡Esperá!… entonces tiro primero y…

— ¡Uh!… se te quedo adentro del círculo. Yo sabía que ese pibe, en su casa lo tiene arreglado, hace trampa. Hay que jugarle de local. Te deja tirar primero y medio que con la inclinación del terreno, se te va la bolita para adentro. Es como una cosa gravitacional, ¿viste?… ¡pero cómo no vas a saber eso!. Ahora que lo medito un poco mejor, seguro que me trampeó de alguna manera cuando me vino a jugar acá. Poray tenía algo en la mano escondido que no le llegué a ver. Estoy más que seguro, segurísimo. Ya lo voy a cruzar de nuevo y lo voy a encarar: que nos diga la verdad de una vez, porque somos todos del mismo barrio y esas cosas no se hacen entre nosotros. Es una cuestión de códigos, ¿entendés?… si lo hace en San Blas, vaya y pase, pero acá con esas triquiñuelas no va. ¡No va, no va y no va!… —acompañé al unísono cada «no va» con un golpe con la palma de la mano en el suelo, como para resaltar la idea. Kétchup me miraba con cara de nada.

— ¿Terminaste?… —pronunció a regañadientes, mientras su cara se iba mimetizando con su roja cabellera…

— Si, perdóname, no te deje terminar…

— Sos muy insoportable… —decía mientras revolvía su bolsillo inquieto y me mostraba una bolita en la palma de su mano: —¿Este es tu acerito, no?…

Me lo quedé mirando con ojos agigantados, no lo podía creer. Lo tomé con mi mano y lo analicé más de cerca. Lo olfateaba incluso. No habían dudas, efectivamente era el mío y asentí reiteradamente con la cabeza.

— Guardalo y no lo vuelvas a perder… —sentenció el colorado

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