Era una escalera que, desde mi posición, parecía infinita tanto a lo alto, como a lo ancho. Estaba levantando del suelo algunos papeles y ya tenía un pilón importante en la mano. Caminé unos pasos más hacia la derecha para recoger otro que se estaba alejando por efecto del viento. Cuando me inclino, fue que recibí un fuerte patadón en el culo:
— ¿Estás robando? —Era un policía que me interrogaba, el golpe fue tan fuerte que me hizo perder el equilibrio y caer ladeado en un peldaño. Como pude, acomodé mi cuerpo luego del impacto y pude hacer contacto visual, sin poder emitir palabra alguna, él volvió a la carga:
— A ver que tenés en la mano… — Su tono era firme y altanero. Le entregué el montoncito de papeles que había juntado. Los revisó muy a la pasada y me los volvió a entregar. Me miró, acomodó su gorra desde la visera y continuó: — No tiene nada que hacer acá, tómeselas.
Me entregó los papeles de nuevo y me indicó con su índice el camino. Cuando seguía su señalización, al pasar, me volvió a pegar otra patada en el trasero: esta vez no fue con el empeine como la primera, sino más bien con la cara interna del pie. Sin mirar atrás, seguí mi rumbo. Quería no derrumbarme ante la mirada del hombre de azul, pero ya me rodaban las primeras lágrimas por la mejilla y estaba empezando a hiperventilar para contener el puchero que se avecinaba. Por suerte siempre llevaba mi pañuelo de tela. Así que guarde los papeles en el bolsillo y empecé a secarme las lágrimas y sonarme la nariz efusivamente. No quería que mi tío, al verme, se dé cuenta que era un maricón y lloraba por cualquier cosa.
***
Estaba sentado en el suelo de la habitación, dibujando más precisamente. Fue cuando me llamó la atención que las dos voces que se escuchaban venir de la cocina subieron un poco más el tono. Levanté el mentón y agudicé un poco más el oído:
— ¡Él tiene que hacer cosas normales como los otros chicos!… ¿No confías en mí?—Esa voz era la de Luis, mi tío, quien entablaba la conversación con mi mamá.
— Vos sabes que confío en vos, no tiene nada que ver eso. Pero no puede, se va a golpear y va terminar lastimado. Además, es muy chico todavía. Cuando te digo que no, es no…
— ¿Y qué querés que haga el pibe? ¿Qué se quede encerrado todo el día? ¡Tiene que salir Marta!…
— No te estoy diciendo que se quede encerrado. ¿Por qué no lo llevas al caballito que está en la galería de la catorce?… o a lo de Crespín…
— ¿Crespín?…
— Si, el de la calesita de Ezpeleta, esa que está cerca de lo del abuelo.
— ¡Ah esa!… puede ser… bueno, voy a aprovechar que vine con el auto y lo llevo para ahí…
Evidentemente estaban hablando de mí, aunque no sabía exactamente de que se trataba. La conversación se interrumpió abruptamente, cuando se escuchó el ruido de la silla deslizándose en el piso. A continuación, escuché unos pasos que se dirigían a donde me encontraba y de repente Luis asomó la cabeza por el filo de la puerta:
— ¿Vamos a dar una vuelta?…
***
Al fin lo vi a la distancia. Me senté un escalón más abajo, entre sus piernas, un poco para usar sus rodillas de apoyabrazos y, otro poco, para no tenerlo que ver de frente y que no se dé cuenta que estuve lagrimeando. Hacía un esfuerzo sobrehumano para focalizar mi mirada en la nada misma y no recordar el incidente, porque cada vez que me acordaba instantáneamente se me nublaban los ojos. No debí haberme alejado tanto, me reprochaba por dentro. En eso, siento que él me palpa el hombro. Giro apenas la cabeza para el lado de donde venía el palmeo y veo que, por arriba del mismo, se asoma una bolsita abierta de garrapiñadas. Pongo la mano en compota y me la llena de maní confitado hasta el tope.
Mientras comía los maníes, que a juzgar por la temperatura parecían recién hechos, sentí como me hacía presión sobre la cabeza. El acto reflejo fue resistirme, pero cedí de inmediato cuando me di cuenta que estaba intentando ponerme una gorra. Me quedaba un poco ajustada decir verdad, pero preferí no decir nada porque a esta altura ya tenía casi los rayos del sol de frente. Y, de paso, me servía para cubrirme si volvía a mariconear. No podía dejar de pensar en la injusticia que había vivido con el policía. No estaba haciendo nada malo y no era mi papá como para poder levantarme la mano. Solo estaba juntando los panfletos de la fecha del PRODE, para que después mi mamá me los cosa con hilo sisal y hacer una libretita para escribir o dibujar. Juro que nada más que eso. Ahí dudé en contarle la situación a mi tío, pero preferí callarme; mira si todavía me quieren llevar preso por desacato.
A esta altura solo esperaba que el tiempo se pase rápido, me quería volver a mi casa. Había un bullicio intenso (con bombas de estruendo incluidas) que ya empezaba a fastidiarme y, para colmo, la última media hora Luis se la pasaba insultando a un tal «Juez»; o parándose de repente, acción que me hacía pegar un susto bárbaro porque perdía el equilibrio. Pero lo peor de todo el asunto, era que ya se habían agotado las garrapiñadas y de la gaseosa solo quedaba el hielo en el vaso.
***
Cuando estábamos volviendo a mi casa en su auto, un flamante Opel K-180 celeste, en el trayecto me iba comentando y preguntando cosas que apenas respondía con monosílabos o con cortas onomatopeyas. Ya por el centro de Berazategui, más precisamente en la intersección de la Avenida Mitre y 14, al parar en el semáforo, me dice:
— La gorra quedatela, pero si tu mamá te pregunta fuimos a la calesita, a la de Crespín decile vos…—y me guiña el ojo al terminar la frase
Primero me extrañó lo que dijo, pero recordé que tenía puesta una gorra. Me la saqué y la mire detenidamente: tenía una visera azul y el resto del cuerpo era blanco. En el frente lucía un escudo con los mismos colores y con las letras «QAC» escritas de forma oblicua y ascendente. Froté el escudo con la yema del dedo gordo y noté, al tacto, la textura de los relieves como si fuera cosida a máquina.
— No te preocupes que queda entre nosotros… —Le respondí con una sonrisa cómplice
Poray de esto se trata hacer cosas normales, pensé. Menos mal que no fuimos a la calesita… ¿cuándo volveremos a ir a la cancha?, volví a pensar. Y ahí fue cuando me cayó la ficha y lo entendí todo: él no me había regalado una gorra o un paseo, me había regalado una pasión.