Ellos viven en una casilla muy precaria, justo en la esquina de mi casa, más precisamente sobre la avenida. Si en mi familia no estábamos en las mejores condiciones económicas, ellos se encontraban en una situación aún peor. Esto repercutía notablemente en su higiene: olían a rancio y vestían harapos que les excedían o ajustaban varios talles; recuerdo aquella vez que Miguelito, el más pequeño, tenía una pulga atrás de la oreja. Primero pensé que era una mancha de nacimiento, como un lunar o algo así, pero no era propio de una protuberancia escalar por la nuca de una persona. El Yugoslavo, el mayor, una vez me mostró su dedo índice envuelto en un diario encintado, afirmando que había agarrado un cable pelado que colgaba de una línea de alta tensión. Cuando se sacó el papel para corroborar su historia, llegué a ver hasta el blanco del hueso, rodeado de un cúmulo de pus que casi me hace vomitar del asco. No iban al colegio y era habitual verlos recorrer el barrio juntos, de casa en casa, pidiendo algo para comer.
Pirulo, el del medio, tenía la habilidad de poder distinguir el número de interno de los colectivos a distancia. Era como un superpoder. Ni bien el transporte encaraba la trompa desde la terminal para la avenida Milazzo, él lo advertía:
— Ahí viene el once «Galera» — Lo llamaba de esa manera, porque tenía un sombrero de copa dibujado en la parte superior del cartel. Era por lo único que se podría llegar a deducir, a la distancia, pero hasta por ahí nomás, porque la misma recién se advertía a la media cuadra de llegar a la parada. O también decía: — Ese es el loco—Por el número veintidós.
Todos eran de esos Mercedes once-catorce con trompa y pintados de idéntica manera. Entonces, por más que uno agudice la vista, jamás podía identificar cual era el dichoso número que estaba pintado solo al costado de la unidad. Nunca supe su método, pero esto le servía para juntar unas monedas con los pasajeros, que se sorprendían al verificar la veracidad de sus augurios. Otra destreza, un poco más redituable y quizás menos especial, era la de poder precisar el horario del próximo ramal que necesitaba la persona que estaba esperando:
— Buenos días doña, ¿qué ramal espera?…
— El que va al Cruce Varela.
— ¡Ah!, ese llega en quince minutos; es el segundo que va a salir de la terminal, el interno veinte—sus predicciones no defraudaban jamás y siempre remataba con:
— ¿No le sobra una moneda o algo para comer?
Había rumores que indicaban que la madre de él era «colectivera» (es decir, que favorecía sexualmente a los choferes); y por eso estaba tan familiarizado con todo el asunto. Lo cierto, es que este peculiar don era lo que lo hacía resaltar del resto de sus hermanos.
***
Hacía mucho frío, pero era habitual en esta etapa del año. Había tomado coraje y estaba yendo a comprar unos caramelos al quiosco de Betty, que se encontraba a la vuelta de casa. Faltando unos metros para llegar a la esquina y noto que, como era habitual, Pirulo estaba en la parada buscando algún cliente. En eso, escucho un sollozo muy agudo que provenía del lado donde él se encontraba. Cuando me acerco, veo a un pequeño perrito acovachado en el rincón de la parada. Éste, al querer acercarse a la calle, Pirulo lo pateaba de nuevo hacia adentro. Evidentemente, esa era la razón por la cual había escuchado los gemidos hace unos momentos. Parecía débil, como recién nacido y, para peor, estaba en los huesos: sus patitas apenas le soportaban el peso de su cuerpo. A los pocos pasos le temblequeaban y terminaba en el suelo. Decidí intervenir:
— ¿Qué haces Piru?… —Pensé que era mejor llamarlo así para entrar en confianza.
— ¿Qué colectivo esperas?…—Me barajó enseguida…
— No, ninguno. No voy a viajar… ¿Y ese perrito?
— Ahora es mío. — El perrito, aprovechando la distracción, quiso escaparse por atrás. Pirulo, que lo vio de refilón, lo revoleó de nuevo para el fondo con una patada. — ¿Lo querés?…
— ¡Pará!… ¡No le pegues más!… —Le grité.
— ¡El perro es mío y hago lo que quiero! —Insistió mientras le aplicaba un coscorrón en la cabeza que lo hizo chistar y caer. El golpe lo dejó recostado con su cabeza entre las patas. Ahora ya no lloraba. Tampoco se movía.
— ¡Lo vas a matar! ¡Dejalo!… —Hice el gesto de querer levantarlo y él, en un acto reflejo, agarró un palo que estaba apoyado en la pared y amagó a pegarme. Eso me hizo retroceder.
— Si lo querés, te lo vendo. ¿Cuánto tenés?
Me quedé callado, meditando la situación. Me hizo reaccionar el golpe del palo que dio contra el suelo. A centímetros del cuerpo del perrito que seguía echado y no se mosqueaba. Enseguida volvió a preguntar:
— ¿Lo querés o no? —Insistió con un golpe todavía más cerca del animal.
— Bueno, si…—Escarbé los bolsillos y saqué un puñado de monedas. Eran todas pequeñas que, en el mejor de los casos, serían unos cincuenta o sesenta centavos. Se lo ofrecí con la mano extendida: —Tengo esto nada más…
— ¿Eso solo?… Mmm… que lástima porque el perrito se va a tener que morir entonces. — Se agachó y lo agarró con su mano e hizo un ademán como queriéndolo arrojar al asfalto cuando se acercaba una camioneta a los pocos metros.
— ¡Pará, pará loco! ¡Aguantá! —Como pude me incliné con el pie derecho hacia delante. Subí la botamanga del pantalón y, de adentro de la media, saqué mi fondo de reserva: un billete de dos pesos que tenía doblado en cuatro partes: —Esto es todo lo que tengo…
— Dame eso y las monedas y te lo llevas —Señaló el billete y se le notaba el entusiasmo en la voz.
— Bueno, pero primero dame el perrito. —Avanzando en la negociación del rehén.
— No. Primero dame vos la plata y yo te doy el perrito.
— No, primero vos.
— Entonces, no te doy nada. —Dijo enérgico, llevándose a la peluda criatura al pecho y reculando un paso. A lo que le respondí con un tono más conciliador:
— Te doy el billete, vos me das el perrito y después te doy las monedas… —Dudó unos segundos y respondió:
— Lo hacemos al mismo tiempo: vos me das el billete y yo te doy el perrito.
Subí las cejas aprobando el trato. Cuando estiré el brazo con el dinero, me lo arrebató sin más de la mano y se largó a correr. A los pocos metros se detuvo, se dio vuelta y me revoleó el perrito. Producto de la torpeza de mi brazo derecho, no lo pude atajar en el aire y terminó estrolado en el piso. El golpe fue seco. Contundente. Lo levanté enseguida del suelo y lo abracé. No sentí que estuviera ahí. Lo miré de frente, directamente a su trompa. Lo zamarreé un poco y nada. Soplé varias veces sobre su nariz. De repente, estornudó y dio un resoplido. Abrió apenas los ojos y los volvió a cerrar. Lo volví a abrazar. Su cuerpo estaba entre mi antebrazo y mi pecho. Pasaron unos segundos y nada. Lo abracé con un poco más de fuerza. Fue ahí cuando sentí la contorsión de su cuerpo intentando respirar. Había vuelto a reaccionar.
Despacito enfilé de nuevo para mi casa. Aproveché el trayecto para seguir examinándolo. Parecía respirar con normalidad y su corazón latía a un ritmo acelerado e intenso. Ya no gemía. Lo recosté mirando boca arriba y me di cuenta que no era un perrito, sino una perrita. Todavía no sabía que le iba a decir a Ernesto para convencerlo de que me deje tenerla; o cómo iba a hacer para esconderlo de mi mamá mientras tanto. Solo tenía una certeza: cuando abrió de nuevo los ojos y me miró, tenía cara de Samanta.