Gilda

Nunca supe de donde vino, pero un día llegó. Fue en aquella época cuando mi papá empezó a hacer changas en el taller de Pipo, allá por Dock Sud, y mi mamá había conseguido trabajo en la dirección de tránsito. No hubo una presentación formal: solo estaba siguiendo el rastro del aroma de las tostadas, que llegaba hasta mi habitación y provenía de la cocina. Vi a alguien al lado de la mesa, me refregué los ojos para mejorar el foco y la vi sentada. Cuando se percató de mí, no hizo falta que me analizara con su mirada, como ocurría habitualmente con los demás; solo se incorporó de la silla y dijo:

— Anda a lavarte la cara, que te preparo la leche…

***

A partir de ese momento, Gilda no solo me cuidaba cuando me encontraba solo, sino que también me educaba y transmitía sus valores:

Me explicó que eran esos garabatos que los adultos llamaban letras y, agarrando mi mano con la suya, me guio hasta completar mi primera palabra en un papel que, según ella, indicaba mi nombre. Me bañó, secó y vistió; hasta que pude hacerlo por mis propios medios, invadido ya por el pudor de que me viera desnudo. Me leía cuentos del libro azul y, cuando se cansaba de leerme porque no me dormía la siesta, se despachaba con el cuento de la buena pipa que, lejos de hacerme dormir, me hacía reír a carcajadas cuando repetía todo lo que yo le decía.

Fue la persona que me acompañó por primera vez al jardín y, como vio que me puse a llorar desconsoladamente al entrar, me prometió que se iba a quedar esperándome afuera, hasta que se terminen las horas y que luego volveríamos juntos. Y cumplió. Cada vez que se me vidriaban los ojos, me asomaba por la ventanita del aula y la veía sentada en el cantero, tejiendo a dos agujas con las lanas que le había ayudado a ovillar durante el verano. Entretenida en lo suyo, no se percataba de que la observaba. Pero con que este allí era suficiente para mí.

Me hizo devolverle la sortija al calesitero de la calle catorce, aquella vez que me la guarde en el bolsillo para tener una vuelta gratis la próxima vez y que ella no gaste. Ahí aprendí a hacerme cargo de mis actos, pedir perdón y devolver lo que no me corresponde. Su paciencia era infinita, a pesar de todas las macanas que me mandaba, no recuerdo que me haya levantado la voz ni, mucho menos, la mano.

Conforme fui creciendo, cada vez pudo ayudarme menos con los deberes de la escuela, porque como ella siempre repetía «hasta donde sé, te puedo orientar»; sin embargo, cuando había algún asunto del cual no podía responderme, se lo anotaba en una libretita que llevaba en su cartera y, al otro día como por arte de magia, me impartía una lección a viva voz. Nunca esperé que tenga la respuesta a mis preguntas, no era su obligación de hecho, sin embargo siempre lo hizo.

Muchas veces me invitaba a dormir a su departamento, donde vivía con sus dos hijas (Ana y Sonia) y su marido Centeno. Recuerdo que él siempre hacía referencia a Gilda como «La capitana» y era habitual escucharlo rematar una conversación con la frase «donde manda capitana no manda marinero». En el comedor tenía colgado un reloj cucú antiquísimo, de esos que le colgaban piolines y que, por cada hora, se asomaba el bicho y hacía su gracia. Creo que ella tenía cierta fascinación por los relojes, porque los tenía diseminados a lo largo y ancho de la casa. En una de las primeras excursiones allí, fue que me explicó con detalle como leer la hora con las manecillas y, cuando se aseguró que ya lo entendía, como recompensa me regaló un reloj pulsera transformer, que se convertía en avión cuando lo desprendías de la malla. Cuando me encontraba con su familia, me sentía uno más de ellos.

Siempre me traía regalos pero, si según su criterio durante el mes me portaba bien, me compraba la revista de videojuegos Club Nintendo. Fue a esa revista que, una vez, le escribimos juntos una carta preguntando por algún truco del Yo! Noid; y, al tiempo, cuando le mostré que habían publicado mi nombre en ella, se emocionó tanto que hasta se le cayeron algunas lágrimas.

***

Nunca supe a que se referían con eso de «derrame cerebral». Sólo lo que pude enganchar a la pasada. Lo que le dijo mi papá a mi mamá al volver de la clínica. Algo así, como que el derrame fue masivo pero que, si bien por lo general provoca la muerte en el acto, luchó unas horas más en terapia; y no hubo nada que los médicos pudieran hacer al respecto. De repente, cuando me dieron las malas nuevas, me sentí en la más completa soledad.

Tuve que insistir mucho (berrinche con puchero de por medio) para que me llevaran a verla, ya que ellos no querían que la vea en ese estado. En la casa velatoria fue cuando la vi por última vez. Su rostro ya no era el mismo que recordaba, pero estaba allí. Me acerqué a su lado, me puse de puntas y, como pude, le di un beso en la frente. Tomé su mano y le dije al oído:

— Abuela —así la llamaba en la intimidad y era nuestro secreto— solo te pido un último favor: que, cuando puedas, me tejas unas alas para ir a visitarte…

Ahí fue cuando, por primera vez, cobró sentido la frase que me decía Marta cuando se iba a trabajar: «Lo hacemos por tu bien, para que no te falte nada». Evidentemente ellos se referían a la parte material porque, estaba claro, que Gilda me dio todo lo que verdaderamente necesitaba.

 

 

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