Los chicos siempre pagan

En el jardín de la casa, adornaban la vista unos hermosos y coloridos rosales que generaban, sin lugar a dudas, la envidia del barrio entero. En contraste, también se encontraban unas tupidas y lúgubres rudas que, según mi papá, actuaban de protección para el hogar. Él no solo era supersticioso, sino que también cabulero como ninguno. En la pared de entrada, al lado de donde se colgaban las llaves, había montado un clavito sin cabeza, con el solo fin de acumular un piloncito de boletos. Pero ojo, no colgaba todos, sino aquellos cuya numeración fuera capicúa, es decir, que se podía leer de la misma forma de adelante para atrás y viceversa. El argumento de esta práctica es que traía buena suerte y, por lo general, cuando tenía la dicha de conseguir uno, le jugaba unos pesos a los últimos dos dígitos en la quiniela. Rara vez lo agarraba.

Además de esto, le huía bastante a la medicina tradicional. Ernesto, cuando estaba dolorido, se frotaba una pomada que él mismo elaboraba a base de mentol, alcanfor y eucalipto. Otras veces, se aplicaba un líquido macerado de alcohol con especias sobre las piernas. Ambos acompañaban la aplicación por un fuerte y penetrante olor capaz de aliviar cualquier congestión nasal. En su bolsillo, siempre se guardaba un corcho, por si le surgía algún calambre: con solo apretujarlo con la mano, aseguraba que el alivio era inmediato. Por su parte, mi mamá no se quedaba atrás. Si me dolía el estómago, asumía que estaba empachado y, en tres sesiones, me lo curaba con una vieja corbata que la ayudaba a medir el nivel de gravedad del asunto. Si no tenía la corbata, cualquier piola o cinta le servía, siempre y cuando, tenga tres antebrazos de largo. Otras de sus habilidades, era la de curar la insolación con un vaso invertido de agua sobre la cabeza; o la ojeadura, que lo resolvía con un plato hondo con agua, aceite y algunas palabras mágicas mientras revolvía.

***

La cosa no quedaba ahí, durante un tiempo mi papá empezó a hacerse ver por un curandero, al que le tenía una confianza ciega: afirmaba que era capaz de hacer milagros tales como sanar males financieros, limpiar el aura, aliviar enfermedades y hasta curar el cáncer; todo por medio de carísimos y largos rituales. Justamente, él comentaba que una de sus capacidades era la de vidente. Y éste observó que una persona que vive a la vuelta de nuestra casa nos había hecho un trabajo. Para solucionar el inconveniente, y siguiendo el consejo del brujo, Ernesto sumó a la vela que prendían todos los siete para San Cayetano, unos grandes velones de colores en el living de la casa. Cada velón era acompañado de distintas estampitas e, inclusive, estatuas de algunos santos (y otros no tanto). Por supuesto, cada vela tenía su propio ritual y rezo que cumplía a rajatablas al momento de encender las velas.

Mi papá tenía muchas esperanzas de que el esoterismo funcione conmigo y mis miembros tullidos, pero yo prefería mantenerme escéptico, al margen. Salvo por eso de hacer un nudo sobre los bordes de un pañuelo de tela para que Quilmes metiera un gol. Siempre tuve dudas con el método, pero sin embargo decidí conservarlo, darle el beneficio de la duda.

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Luego de algunas semanas, como la situación presuntamente no mejoraba, el curandero decidió que era momento de ir a nuestra casa para hacer un ritual de limpieza y armonización del hogar. Ese domingo, ya pasado del mediodía, ni bien atravesó la puerta comenzó a bostezar con fuerza, a persignarse con regularidad y elevar plegarias al aire.

Cuando me lo crucé en el pasillo, me saludó con un fuerte apretón de mano que duró algunos eternos segundos; donde lo observaba mantener sus ojos cerrados y murmurar palabras que no alcanzaba a comprender. Inmediatamente, me palmeó el hombro y me dijo si podía esperar afuera mientras hablaba con mis papás. Por supuesto accedí y decidí retirarme al patio. Sin embargo, cada tanto cogoteaba por la ventana la cocina para poder ver lo que estaban haciendo. Al principio, era todo desparramar naipes sobre la mesa, que según luego me explicó mi mamá, era la forma que tenía de poder predecir el futuro y detectar los males. Como al rato me aburrí, decidí entrar nuevamente a la cocina y le pedí a Marta si me dejaba ir a la casa de mi amigo Ketchup. Ella le preguntó al sanador si era necesario que me quedara y como disintió con un ademán de cabeza, me dijo que vaya nomás pero que vuelva antes de anochecer. Agarré las figuritas que tenía en el segundo cajón y me fui para allá.

Esa misma noche cuando volví, ya no se encontraba el curandero. Ni bien entré a la casa, comencé a sentir que en el aire había un ambiente denso, sofocante. Por la nariz se me colaba un horrendo olor a moho y azufre, que no me permitía llenar plenamente de aire mis pulmones. Presentía que en mi casa algo había cambiado. Fue entonces, cuando comencé a escuchar ruidos, ver sombras y sentir, sobretodo, miedo. Mucho miedo. Al momento de recostarme, comencé a prestar atención a esos ruidos y movimientos que, hasta entonces, no me eran habituales: muebles crujiendo, murmullos en la oscuridad y parecía que las paredes (en donde se formaban los rincones) se desdoblaban.

Cuando fui a comentárselo a mi mamá, lo único que me dijo, fue que seguro me lo estaba imaginando todo. Que en tal caso tenía que rezar, que estas cosas pasaban.

Sin embargo, trascurridos algunos días, la cosa continuaba. De hecho, ya estaba más familiarizado con los movimientos de la penumbra y comenzaba a filtrar aquellos que más me llamaban la atención: como aquel sonido de arrastre y traqueteo que se parecía al que hacían las pantuflas de mi abuelo al caminar. Incluso, si me concentraba en escucharlo detenidamente, a veces percibía el dulzor de su perfume. Una vez, le comenté esto último al Padre Rubén, el catequista de la escuela, y él me advirtió que tenga mucho cuidado, porque existen algunos tipos de espíritus malignos que se aprovechan de las personas en su mayor momento de debilidad. Intentan imitar las costumbres de la gente que murió y que uno apreció mucho, para que no los intente sacar, sino que por el contrario, les tome cariño y los deje ingresar. Se mimetizan, afirmó.

Lo peor de todo eran las pesadillas, que se volvieron cada vez más y más recurrentes. Solía despertarme sobresaltado en la madrugada, convencido de que estaba siendo atacado por un demonio. Ya no podía dormir solo, la única forma de conciliar el sueño era la de dormir entre mi mamá y mi papá en su cama. Si por alguna razón me devolvían dormido a mi lecho, era inevitable que horas más tarde los gritos de pánico se oyeran provenientes de mi habitación. Muchas veces gimiendo y jadeando; o incluso, en algunos casos, hablando en lenguas antes de que pudiera ser despertado. Ernesto, para convencerme de que vuelva a mi cama, me dejaba todas las noches una biblia abierta en la mesita de luz junto al velador prendido. Pero al parecer, eso en vez de ayudar, empeoraba todo. Permanecía en vela y las madrugadas se hacían eternas. Prefería no dormir por la noche. Cierta vez, sentí como una figura esquelética se sentó y acurrucó a mi lado. El miedo fue tal que me quedé petrificado y hasta me oriné encima. Después de este hecho, me negué rotundamente a entrar a mi habitación durante semanas, ni siquiera de día.

Para resolver la situación, mi papá fue varias veces a la casa del curandero para que pueda remediar lo que ocurría, pero no pudo encontrarlo en ninguna de sus incursiones. Golpeó las manos, zamarreó el portón y lo llamó a gritos. Afligido, decidió indagar entre los vecinos y nadie parecía haberlo conocido jamás. Es más, decían que la casa donde estaba llamando hacía varios años que estaba abandonada. Nunca pudo volver a contactarlo.

***

Infelizmente, en ciertas ocasiones, son los chicos quienes pagan por las acciones de los padres.

Los chicos siempre pagan…

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